
En honor al evento he rescatado de un cajón de mi memoria histórica uno de los primeros poemas que escribí, allá por el pleistoceno, cuando todavía no sabía ni siquiera lo poco que sé ahora de poesía y técnica poética. La cosa salió sola, de tirón, un día como hoy, cuando una jovencísima prostituta que esperaba en un semáforo de la calle Capitán Haya a que terminara el partido y salieran los posibles clientes, se me acercó al coche en un semáforo a preguntarme cuánto faltaba y cómo iba el encuentro de marras.
Helo aquí, tal y como lo perpetré entonces:
Madrid, ciudad fantasma en noche de partido.
Está envuelta la calle en un silencio tenso
súbitamente roto
por el aullido ciego de la hinchada.
Junto a la luz cambiante de un semáforo
Marilyn se abriga levemente,
sin tapar casi nada,
torcidos los altísimos tacones
de niña disfrazada;
la melena de un rubio inverosímil
para cubrir las trenzas
que todavía se enredan en su alma,
los labios infantiles camuflados
de un excesivo rojo
para ocultar el miedo
que, también esta noche, la atenaza.
Son diecisiete años mal cumplidos
y media vida ya en Capitán Haya.
De cuando en cuando escucha
el gran rugido de cien mil gargantas,
y al volver la cabeza alguien le dice
que no hay nada que hacer:
quedan cuatro minutos, tres cero gana el Barça.
¡Cómo vendrán los hombres esta noche!
Cabizbajos, huraños,
no estarán para nada;
tendrá que recurrir a algún truco secreto
para intentar que levanten las... pancartas
y vuelquen en su carne
la rabia de ese gol que salió por la banda.
Ha amanecido ya, y de vuelta a casa
arruga en el bolsillo tres o cuatro billetes
que ha metido en su escote
alguna mano extraña.
Se cruza con un grupo de ninfas de uniforme
que huelen a colonia y a familia cristiana;
en la carpeta, bajo el brazo, llevan
la foto de Brad Pitt que ella contempla
clavada en la pared frente a su cama,
mientras la muerte esquía por la nieve
que penetra en su venas
y que a la misma esquina
la empujará mañana.
Se ha dormido abrazada a su peluche.
Un churrrete de rimmel mancha su almohada.