No sabía si la gestación llegaría a término -es complicado a según qué edades- pero ya tenía pensado el nombre de la criatura; algo original y sugerente, que sirviera para ambos sexos y fuera atractivo.
Se le ocurrió en el metro. Le estaba dando vueltas al asunto cuando entró él y los golpecitos de su bastón blanco le hicieron levantar la cabeza. El ciego estaba ahí, cantando su gratitud a la vida que le había dado tanto, con una voz profunda y acariciadora y acompañándose por un instrumento parecido a una guitarra pequeña de cuatro cuerdas; cuatro venezolano, así le dijo que se llamaba. Por raro que parezca, el ciego le agradecía a la vida que le hubiera dado dos luceros que, cuando los abría, podía distinguir perfectamente no sólo el negro del blanco, sino también la dicha del quebranto. Cuando terminó la canción ella echó en su faltriquera todas las monedas que llevaba en el monedero; y es que el ciego cantor le había dado la solución.
Las cosas no son lo que parecen. Sin ir más lejos, todos los días le compraba el cupón a otro ciego que se situaba a la puerta del mercado. Se lo compraba a él porque era un ciego muy intelectual que siempre estaba leyendo, no revistas del corazón ni el MARCA, no; aquel hombre ciego leía libros gordos de autores de esos que los que entienden llaman de culto. Además de ser muy antipático y largarle el papelito de las cinco cifras con un gesto de hastío, como si le molestara que le hubiera interrumpido la lectura, nunca le había dado ni el reintegro; pero a ella le gustaba fisgar el libro que tenía entre manos. Esa mañana le había visto con el Ulises de Joyce y, claro, le compró toda la tira; pensó que si era capaz de entender el Ulises, seguramente tendría la clarividencia suficiente como para llevar el gordo del cuponazo colgado del pecho; debe ser que los ciegos pueden ver más allá que el común de los mortales.
Se le ocurrió en el metro. Le estaba dando vueltas al asunto cuando entró él y los golpecitos de su bastón blanco le hicieron levantar la cabeza. El ciego estaba ahí, cantando su gratitud a la vida que le había dado tanto, con una voz profunda y acariciadora y acompañándose por un instrumento parecido a una guitarra pequeña de cuatro cuerdas; cuatro venezolano, así le dijo que se llamaba. Por raro que parezca, el ciego le agradecía a la vida que le hubiera dado dos luceros que, cuando los abría, podía distinguir perfectamente no sólo el negro del blanco, sino también la dicha del quebranto. Cuando terminó la canción ella echó en su faltriquera todas las monedas que llevaba en el monedero; y es que el ciego cantor le había dado la solución.
Las cosas no son lo que parecen. Sin ir más lejos, todos los días le compraba el cupón a otro ciego que se situaba a la puerta del mercado. Se lo compraba a él porque era un ciego muy intelectual que siempre estaba leyendo, no revistas del corazón ni el MARCA, no; aquel hombre ciego leía libros gordos de autores de esos que los que entienden llaman de culto. Además de ser muy antipático y largarle el papelito de las cinco cifras con un gesto de hastío, como si le molestara que le hubiera interrumpido la lectura, nunca le había dado ni el reintegro; pero a ella le gustaba fisgar el libro que tenía entre manos. Esa mañana le había visto con el Ulises de Joyce y, claro, le compró toda la tira; pensó que si era capaz de entender el Ulises, seguramente tendría la clarividencia suficiente como para llevar el gordo del cuponazo colgado del pecho; debe ser que los ciegos pueden ver más allá que el común de los mortales.
Así que cuando oyó en el metro el clic, clic del bastón blanco y el Gracias a la vida, dio un respingo: ¡ya lo tengo! ¡Palos de ciego! Mi libro se llamará Palos de ciego. Ahora sólo me queda escribirlo.
Pero ocurrió que no le tocó el cuponazo, ni siquiera el reintegro; y además cuando buscó "Palos de ciego" en el google, enseguida apareció un libro de poesía con ese nombre. Y es que está todo inventado.