
-¿Cómo estás?
-Mal; llevo cuatro años sin escribir una puta canción. Es que soy feliz.
-Pero... ¡cómo has podido caer tan bajo!
La felicidad no es creativa. Es para vivirla, para disfrutarla, pero no para contarla porque es un coñazo para el que escucha; al que escucha le gusta oír sus miserias en rima consonante, con ritmo de rock o de balada, da igual. Sabina es un pedazo de poeta que ha tenido la inteligencia de rodearse de grandes músicos, como Pancho Varona y Antonio Garcia de Diego para que pusieran sus magníficas letras en un pentagrama. Las pantallas gigantes nos enseñaban en primer plano los surcos que la vida ha dejado en sus rostros y lo cierto es que todos han ganado con los años: en expresividad, en solidez, en verdad. Y sacando toda la fuerza que le han dado tantos años de oficio Pancho Varona era el más intrépido conductor suicida que jamás hubo.
La presencia femenina recae en Marita Barros que mueve muy bien el culo haciendo de la puta de La Magdalena y en su minuto de gloria canta aquello de me lo dijeron mil veces pero nunca quise poner atención en plan Perlita de Huelva y así, con mucho grito y mucho quejío; nada que ver con la sensual voz y el buen gusto de Olga Román, que ahora vuela por su cuenta; una pena pero así es la vida.
Y esa noche le levantamos otra vez la falda a la luna, que se dejaba. En el ruedo miles y miles de brazos jóvenes señalaban un cielo sucio de humo -aquí huele a porro, dijo alguien- y en las gradas los padres de esos jóvenes -por un día, aunque solo fuera- no nos preguntamos por qué lo hiciste, ni quisimos contigo ni sin ti, solo quisimos, muchacha de ojos tristes que murieras por mí. Porque teníamos muchas ganas de jugar por jugar y corromper al puritano que todos llevamos dentro. Y muchas damas de noche nos dejamos seducir en el asiento de atrás de un coche, por una vez y sin que sirviera de precedente, mientras nos envenenaban los besos que íbamos dando y nos fugábamos por los tejados como gatos sin dueño; lo malo es que llovía sobre mojado, sobre unas vidas que ya están chorreando -son muchos treinta años recibiendo chaparrones- y de vez en cuando suspirábamos de nostalgia.
El pirata cojo nos dejó una sombra de dolor en la rabadilla de tanto moverla. Pero perdimos la vergüenza tapados por la persiana que corregía la aurora y el fin del mundo nos pilló bailando.
Dice que se va, que es el último concierto. Y yo tengo la sensación de que con él -que es tan viejo como yo- se me va el último aliento de juventud y de rebeldía, aunque esto que acabo de escribir dé mucha risa y resulte patético a los lectores jóvenes de este blog, si es que hay alguno. Porque a partir de ahora ¿cómo vamos a huir, si ya no quedan islas donde naufragar?