con la falsa entelequia de que somos iguales
-ya sea ante la ley o ante los ojos
de nuestros semejantes-,
y recurrir a tópicos tan simples
como que la belleza que importa está por dentro
como que la belleza que importa está por dentro
-¡sabe Dios en qué abismos!-
cuando todos sabemos
que la igualdad no existe
que la igualdad no existe
ni en el más ambicioso de los sueños.
No hablo de artificiales diferencias
creadas por políticos siniestros
-esas quizá pudiéramos vencerlas
si de verdad así nos lo quisiéramos-
sino las que conforman
el exclusivo yo de cada uno,
como la inteligencia
-ese don tan escaso
como desigualmente repartido-
la atracción seductora o su carencia,
la perfidia o bondad
-a la que con frecuencia tildamos de estulticia-
que cada cual admira,
-ese don tan escaso
como desigualmente repartido-
la atracción seductora o su carencia,
la perfidia o bondad
-a la que con frecuencia tildamos de estulticia-
que cada cual admira,
envidia o menosprecia en los demás
según se ame a sí mismo o se desdeñe.
Y es que hay veces que duele saberse tan mediocre
-ni carne ni pescao-
tan anodino y gris, tan invisible
pero no tan idiota
como para ignorar los propios límites
y vivir levitando entre las nubes.