A mis hijos.
Cuando la vida se me ha puesto de uñas
he querido morir algunas veces
como un modo de huir, como una deserción,
como un corte de mangas al destino.
Pero era mi dolor, tan solo mío,
podía disponer y decir basta,
he llegado hasta aquí y ahora me marcho,
a nadie necesito rendir cuentas.
Ahora sin embargo
quiero quedarme aquí,
latir vuestro latido
y llorar vuestras lágrimas.
Sé que de nada os sirve mi tristeza,
ni os acorta las noches ni os alivia,
pero yo necesito robaros vuestra pena
porque sois parte mía
igual que las arterias, que las uñas,
que el color de mis ojos,
que los surcos del tiempo en mi semblante,
lo mismo que las líneas de mis manos.
¡Si pudiera borrar vuestras heridas,
grabarlas en mi carne y dejaros incólumes,
regresaros al claustro de mi útero
como si fuera un búnker inviolable!
Mas debo resignarme,
asistir ciega y sorda -y, sobre todo, muda-
impotente e inútil
desde mi fortaleza de distancia.
Pero por el momento yo me quedo
porque tengo los pies
anclados a la tierra que os sostiene.
Hasta que salga el sol en vuestros campos.