Al salir me emborracha
el aroma dulzón de las acacias
-pan y quesillo, llamábamos de niños
a esas flores de olor empalagoso-
y la infancia regresa unos instantes.
Los árboles del parque ya han perdido sus flores,
una alfombra de pétalos ha cubierto la hierba
y en el cielo aparecen
algunas pinceladas de un rojo inverosímil.
Por lo visto, mañana
se jugará un partido importantísimo
y los americanos han tirado
una bomba magnífica
que mata limpiamente
a cientos de personas de un plumazo.
Es la vida que sigue, indiferente
a lo que pasa en esa habitación,
la ciento trece.
Yo volveré mañana,
porque no se me ocurre
nada mejor que hacer que estar contigo.