domingo, 21 de marzo de 2021

MEDINACELI

Era Medinaceli, 
aquel verano del noventa y tres, 
el lugar más hermoso de la tierra. 
En el cielo colgaba una luna muy grande 
sonrojada como una colegiala 
con un primer amor. 
Nos dio la bienvenida sobre el Arco Romano 
y se posó tu mano en mi cintura 
igual que si ese fuera su sitio de costumbre. 

Paseamos por calles estrechísimas 
sin soltar el abrazo, apenas si cabíamos 
tú y yo y nuestras mochilas cargadas de derrotas 
entre la piedra áspera 
que al pasar me arañaba la piel del corazón. 
Se cayeron al suelo las penas y los años, 
los esquivamos juntos como saltan los niños 
los charcos sin mancharse; y fuimos decididos 
a cambiar el pasado que nos llevó hasta allí. 

Casi lo conseguimos en aquel antro oscuro, 
destartalado y triste que a mí me parecía 
el salón más lujoso del palacio de un rey, 
cuando me diste fuego al tiempo que quitabas 
de mi boca el cigarro y sentí como antes, 
como en la adolescencia, esa húmeda blandura 
de tus labios soñados devorando los míos 
con un hambre de siglos, 
como si nunca hubieras besado a nadie más 
y tu beso borrara hasta la sombra 
del dolor más atroz. 

El camino de vuelta lo hicimos en silencio, 
la luna sonreía mirándonos volver. 
En tu casa pusiste dos copas con esmero, 
con sus cubos de hielo, corteza de limón. 
Se quedaron enteras, muertas en la mesilla, 
el hielo derretido de envidia y nuestros cuerpos 
recuperando el tiempo del amor entre risas 
y entre lágrimas dulces 
de las que solo brotan de la felicidad. 

Han pasado mil años de aquel día. 
No sé por qué esta noche 
has venido a mi casa tan vivo como entonces; 
he perdido la cuenta del tiempo que ha pasado 
desde que abandonaste esta vida ridícula. 
He vuelto varias veces allí, a Medinaceli, 
pero nunca he encontrado aquel lóbrego bar.