lunes, 23 de febrero de 2009

LOS PRINCIPES AZULES

Las noches eran frescas, pero se arrebujaba bien en la manta y dejaba la ventana abierta, para mirar desde la cama aquella negrura de luna nueva, abigarrada de estrellas, muy juntas, como si no hubiera sitio para todas en la inmensidad del firmamento. En ningún cielo se veían más estrellas por centímetro cuadrado. Otras veces era la luna; en el recuadro de la ventana reinaba la esfera de nácar y con su luz blanca y fría se batía en retirada aquel ejército brillante. La luna se quedaba sola, dueña y señora de la noche, un poco triste en su grandeza.

En la soledad de la habitación escucha el canto de los grillos, todos los ruidos misteriosos del campo y es un placer dejarse llevar, dar rienda suelta a sus sueños más secretos y acabar llorando un poco, con un llanto casi placentero al pensar en ese chico que camina un poco de puntillas y le sientan tan bien los vaqueros; que no le hace ningún caso, pero ella sabe que le querrá siempre, que esto no tiene cura, que se aparecerá en su ventana todas las noches de su vida, jugando al balón con la luna llena o montado en el carro de la Osa Mayor.

Por entonces la vida era el verano, año tras año, durante esos tres meses, plantamos y regamos el árbol futuro de la amistad, echando unas raíces que se entrelazaron bajo tierra y siempre tiraron de nosotros aunque algunos nos fuéramos lejos, aunque nuestros caminos se perdieran por derroteros ajenos a nuestras vivencias comunes. Creo que lo que se vive en la adolescencia imprime un sello imborrable y cuando toda la adolescencia se comparte con las mismas personas, con los mismos amigos, ese marchamo abarca el alma común del grupo, de manera que lo que no recuerda uno, lo recuerda otro y entre todos se reconstruye la memoria colectiva. Y eso no se puede borrar.

Unos y otras, en algún momento fuimos príncipes y princesas azules, todos amamos en silencio a alguien con quien convivíamos a diario sin dejarlo traslucir salvo en el rubor incontrolable o en una falsa indiferencia. O en el leve estremecimiento del roce de una mano. En algunos casos esos amores secretos salieron a la luz y llegaron a compartir el trono y el color azul se fue destiñendo en el más pedestre color carne; luego, algunos príncipes se convirtieron en ranas y algunas princesas se cubrieron de harapos cuando dieron las doce en el reloj de la convivencia. Unos aguantaron el tipo y otros tiraron por la calle de en medio. Pero hubo quien nunca cumplió sus sueños de las noches estrelladas y las lágrimas de luna llena nunca llegaron a secarse del todo; la vida de cada uno tiró por donde pudo o por donde nos dejaron, nos defendimos como gatos panza arriba de las acometidas que nos reservaba el tiempo o nos acoplamos a lo que había. De aquellos adolescentes, a unos les fue bien, a otros regular y a otros de pena. Algunos murieron, todos envejecimos, pero mientras nos dejemos engañar por el espejismo de los principes azules, de vez en cuando se nos encenderá por dentro un fogonazo de juventud.