viernes, 6 de febrero de 2009

EL HUMO DE MI PADRE

Cuando yo era pequeña me encantaba que mi padre me sentara en sus rodillas y, con los labios en forma de O, soltara el humo poco a poco, haciendo unos aros perfectos que yo atravesaba con el dedo. Esta escena ocurría allá por el paleolítico, de haberse producido ahora mi padre hubiera ido a la cárcel por malos tratos a menores y le hubieran retirado la patria potestad sobre sus cuatro hijos. Lo que no deja de ser una contradicción, además de una hipocresía y una injusticia. Deleitarme en el placer de que el humo ciegue mis ojos es un lujazo que me cuesta la friolera de novecientos doce con cincuenta euros al año -eso contando con una cajetilla diaria y comprada en el estanco, que a veces son más y si la necesidad aprieta, lo compro en una máquina. Pues el 77,6 por ciento de esa cantidad, es decir, setecientos ocho con diez euros al año, no me la fumo, sino que la dono graciosamente -junto con otros casi trece millones de fumetas pringaos, lo que supone un montante aproximado de más de nueve mil millones de euros- a las arcas del Estado para que pueda financiar las necesidades básicas de mi país y ayudar a los bancos, por supuesto, sin perder la paciencia. Con el alcohol pasa igual, de manera que como nos dé a todos los fumadores y bebedores, que somos básicamente los mismos -los vicios nunca vienen solos- por dejar de fumar y de beber y nos dediquemos al senderismo, aquí arde Troya. Encima, tenemos el detalle de morirnos pronto, casi sin tiempo de cobrar la pensión por la que hemos cotizado toda la vida, lo que también es un pico para la seguridad social. Leo en Algodón Azul, el blog de Hayda, que Obama ha promulgado una ley de sanidad gratuita para la infancia -que, manda güevos, ya era hora- a cargo de los impuestos sobre el tabaco; con todo esto yo creo que los fumadores americanos y los españoles mereceríamos, al menos, un poco de gratitud por parte de nuestros gobiernos y de nuestros conciudadanos no fumadores, sean o no banqueros.

Todo esto viene a cuento porque hace cuatro días fue el aniversario de mi padre, que era un fumador empedernido y yo crecí entre las volutas azuladas de sus cigarrillos. Si tuviera que dar una definición rápida de mi padre, diría que era fundamentalmente un homb
re tranquilo y una buena persona. Simpático y acogedor, con un humor y una ironía muy personal -de la que es buena muestra el famoso telegrama- pero al mismo tiempo reservado para sus cosas y hermético en sus sentimientos, lo que hacía muy difícil conocerle, escondido en una aparente impasibilidad que mi madre, mucho más emocional, llevaba mal. De su historia de amor -y de su evolución a lo largo del tiempo- mis hermanos y yo, sólo tuvimos la versión de ella para lo bueno y para lo regular; discreto hasta la exageración, nunca buscó protagonismo alguno ni jamás se dió importancia, pese a haber llegado al grado más alto en su profesión de militar. Los galones le produjeron una satisfacción íntima, era la culminación de su carrera y de su vocación, pero siempre fue incapaz de pavonearse ni de abusar de ellos. Cuando se le asignó coche oficial, un coche con chofer para su uso y disfrute, nunca lo utilizó para nada fuera de su cargo, ni siquiera para sus visitas al Valle de los Caídos en los veintenes -con esto no hace falta hablar de su ideología- hasta el punto de que uno de los conductores que tuvo, un chico vasco que tenía ganas de conocer el valle en cuestión, se quejó de que no le pidiera que le llevara: -es que el general, por no molestar... Realmente era un militar atípico, vocacional hasta la médula, pero carente por completo de autoritarismo, casi tierno en su uniforme.

El primer día que entré a trabajar en la Armada, él estaba todavía en activo y me pareció lo más natural del mundo comer con él, puesto que estábamos en el mismo edificio. Pero ¡ay! yo ignoraba el clasismo que imperaba en la institución y sin querer le puse en un compromiso. Yo era una vil curranta y él era el Intendente General de la Armada y eso no había quién lo moviera. Los almirantes y generales comían en un comedor aparte, servidos por marineros, en mesas preciosas. Los oficiales en otro, autoservicio, y los suboficiales y la canalla civil en un tercero, que luego comprendí que era el más divertido. El caso es que el pobre, por no decirme que no, me llevó al comedor del almirantazgo y en mi vida lo he pasado peor, allí sentada entre aquellos señores llenos de galones que se pasaron la comida protestando de las secretarias que se quedaban embarazadas y les dejaban colgados. Casualmente yo estaba embarazada de Jaime, aunque todavía no se me notaba y no lo había dicho a nadie.

Mi padre era muy religioso, con una fe del carbonero a prueba de bomba, de los que no se hacían preguntas; sin embargo nunca intentó imponer a nadie sus ideas y cuando fuimos evolucionando, cada uno a su estilo, nunca dijo nada. Es verdad que mi separación le supuso un disgusto, porque le parecía que me ponía en el camino de la condenación eterna. Menos mal que no le dio tiempo a enterarse de nada de lo que vino después.

Quizá por su discreción natural y su modestia, hasta el destino le robó el protagonismo cuando cayó enfermo, al coincidir con una grave enfermedad de mi hermana pequeña con horrible pronóstico, que afortunadamente el tiempo ha demostrado equivocado. Pero él pasó tres años de deterioro paulatino sin una queja, cada vez más diminuto, cada vez más grande. Hasta que se fue tranquilamente, después de pedir quedarse solo con mi madre para decirle todas las cosas bonitas que no le había dicho en cuarenta y cinco años.

Yo me quedé también sin decirle cuanto le quería, quizá no supe atravesar la niebla, el humo aquel que le envolvía. A los pocos meses murió Jaime y se llevó todas las lágrimas de las que disponía, también las que le hubieran correspondido a mi padre; se mezclaron todas en el mismo río.

El humo sigue cegando mis ojos, pero nunca me han salido bien los aros y mira que lo intento.