No ocurre muy a menudo pero de vez en cuando a una se le pone el cuerpo golfo y no encuentra la hora de acabar; la noche entra por los poros, los sentidos se disparan y todo se vuelve humo y música y gin-tonic, como si no existiera nada más, ni la edad, ni el dinero, ni la familia, ni los principios. Empezó tranquilo, con algo de Eric Clapton -Do you like Eric Clapton? Sí, claro que me gustaba Eric Clapton. El local vacío, nos fuimos a arroparle al otro lado del falso piano de cola. -Your voice is better than that of Eric Clapton, chapurreé como pude. -Pero tengo menos dinero, chapurreó como pudo frotándose el pulgar y el índice. Aplaudíamos mucho y decíamos ¡bravo! muy fuerte para llenar aquel local tan grande los dos solos.
El mulato que vino después tenía gafas y una voz profunda hablando, pero cuando se puso a cantar le salió una voz maricona que aburría a las ovejas y movía el culo sin mucha convicción. -Cómo esto siga así pago y nos vamos; yo rezaba a todos los santos del blues para que se animara la cosa, porque ya iba por la segunda copa y aquello iba a ser como un coitus interruptus, quiero decir que el cuerpo me pedía guerra, era como empezar y no rematar. Miré para atrás y sólo ví a cuatro guiris desteñidos y una puta muy elegante pero también muy triste en la barra, bebiéndose su soledad con mucho, mucho hielo.
Pero como todo se acaba -en la vida hay que tener paciencia y, sobre todo, esperanza- el mulato terminó su número a duras penas, ayudado por la buena voluntad y los solos de piano de nuestro Eric, además del acompañamiento enlatado de batería y entonces llegó una Aretha Franklin -blanca, eso sí- que guardaba mucha voz, mucha vida y mucha marcha entre sus generosas carnes. Las enloquecidas notas de Respect recorrían el salón y el personal las esnifaba con entusiasmo. Al cantar lucía una sonrisa tan grande que le invadía el cuerpo entero y su contoneo, qué cosa más rara, me trajo el recuerdo de un negro en pantalón corto que había visto por la mañana, patinando en el paseo marítimo, que movía unas piernas perfectamente paralelas a derecha y a izquierda, con mucho más estilo que el mulato de antes, dónde va a parar, y sin música ni nada. Estaba bueno el negro, para qué lo vamos a negar. Pedí otra copa.
A esas alturas de la noche el Joy se había llenado pero la puta de la barra seguía sin vender un colín y a mí se me partía el corazón, que es que no hay derecho, será cosa de la crisis o algo. En cambio otras dos, no sé si profesionales o amateures, no paraban de bailotear una con la otra -alguien sugirió que era un rollo bollo- moviendo con mucho oficio los pectorales. -Me van a liar, dijo el que antes dijo... y de pronto tenía una colgada de cada brazo y yo acordándome del negro de la playa como una gilipollas. La cuarta copa fue de puro cabreo, también on the rocks, obviamente.
Menos mal que llegó un Chuck Berry con unos ciento veinte años a la espalda y blanco -a esas horas me daba lo mismo que hubiera sido chino- pero con mucha entrega y muchas tablas y los pies de mi alma trazaban todos los pasos y movimientos del rock and roll que siempre envidié y nunca supe bailar.
Por no sé qué misteriosa reacción química, cuanto más bebía mejor sonaba la música, aquello no tenía fin. Alguien debería estudiar este fenómeno. Cayeron cinco y al día siguiente ni siquiera me dolía la cabeza.
El mulato que vino después tenía gafas y una voz profunda hablando, pero cuando se puso a cantar le salió una voz maricona que aburría a las ovejas y movía el culo sin mucha convicción. -Cómo esto siga así pago y nos vamos; yo rezaba a todos los santos del blues para que se animara la cosa, porque ya iba por la segunda copa y aquello iba a ser como un coitus interruptus, quiero decir que el cuerpo me pedía guerra, era como empezar y no rematar. Miré para atrás y sólo ví a cuatro guiris desteñidos y una puta muy elegante pero también muy triste en la barra, bebiéndose su soledad con mucho, mucho hielo.
Pero como todo se acaba -en la vida hay que tener paciencia y, sobre todo, esperanza- el mulato terminó su número a duras penas, ayudado por la buena voluntad y los solos de piano de nuestro Eric, además del acompañamiento enlatado de batería y entonces llegó una Aretha Franklin -blanca, eso sí- que guardaba mucha voz, mucha vida y mucha marcha entre sus generosas carnes. Las enloquecidas notas de Respect recorrían el salón y el personal las esnifaba con entusiasmo. Al cantar lucía una sonrisa tan grande que le invadía el cuerpo entero y su contoneo, qué cosa más rara, me trajo el recuerdo de un negro en pantalón corto que había visto por la mañana, patinando en el paseo marítimo, que movía unas piernas perfectamente paralelas a derecha y a izquierda, con mucho más estilo que el mulato de antes, dónde va a parar, y sin música ni nada. Estaba bueno el negro, para qué lo vamos a negar. Pedí otra copa.
A esas alturas de la noche el Joy se había llenado pero la puta de la barra seguía sin vender un colín y a mí se me partía el corazón, que es que no hay derecho, será cosa de la crisis o algo. En cambio otras dos, no sé si profesionales o amateures, no paraban de bailotear una con la otra -alguien sugirió que era un rollo bollo- moviendo con mucho oficio los pectorales. -Me van a liar, dijo el que antes dijo... y de pronto tenía una colgada de cada brazo y yo acordándome del negro de la playa como una gilipollas. La cuarta copa fue de puro cabreo, también on the rocks, obviamente.
Menos mal que llegó un Chuck Berry con unos ciento veinte años a la espalda y blanco -a esas horas me daba lo mismo que hubiera sido chino- pero con mucha entrega y muchas tablas y los pies de mi alma trazaban todos los pasos y movimientos del rock and roll que siempre envidié y nunca supe bailar.
Por no sé qué misteriosa reacción química, cuanto más bebía mejor sonaba la música, aquello no tenía fin. Alguien debería estudiar este fenómeno. Cayeron cinco y al día siguiente ni siquiera me dolía la cabeza.