Cuando al amor le da por suicidarse
no hay quien sea capaz de detenerlo;
de pronto se congelan los abrazos
y queman las palabras de ayer mismo.
Regresan los sicarios del orgullo
desde un negro reducto masoquista,
a robarnos la infantil inconsciencia
de amarnos a lo loco y sin preguntas,
como niños idiotas, sin recelos.
Ahora que hemos crecido y somos listos,
no nos engaña nadie; nos protege
nuestro propio demonio de la guarda
de cualquier tentación de ser felices
para poder dormir, plácidamente,
sobre la tibia almohada del fracaso.