sábado, 2 de junio de 2007

OTRO TIPO DE REFLEXIONES


Dejé atrás las movidas políticas, las decepciones, las preguntas sin respuesta, las amarguras y me fui con Lola camino del sur. Hacía fresquito el martes por la mañana y el aire estaba cargado de promesas cálidas, de realidades placenteras que, kilómetro a kilométro, alejaban de mi mente las tensiones artificiales, prefabricadas, de la contienda electoral. Íbamos cantando, haciéndole los coros a la voz poderosa de Rocío, ¡ay, mi Rocío!, manojito de claveles; los campos alternaban las amapolas con las retamas, en un alarde de colorido patrio.

Llegamos a Carboneras hacia las cinco de la tarde, nos tomamos un tentempié reparador y después de ocupar la habitación, bajamos en picado a la playa. Me tiré en la arena y me dejé acariciar por el viento que, como un amante sabio, me despojaba despacio, con mucha delicadeza, de los años, de las penas, de la rutina, de los miedos, de las iras, y me iba quedando reducida sólo a carne, a la primaria emoción de los sentidos. Esa doble desnudez del primer día de playa, que expone las vergüenzas de la piel mortecina y pálida del invierno, pero que rejuvenece y purifica al mismo tiempo. Por delante de la isla de San Andrés que dormitaba como un enorme cetáceo, pasó una bandada de gaviotas en impecable formación de a uno y un poco más adelante se arremolinaron como si hubieran encontrado en su camino una barrera invisible para los ojos humanos.
Antes de cenar caminamos un poco, llegando hasta el puerto por el mini paseo marítimo; en primera línea hay una casita, siempre abierta, que en el dintel de la puerta luce el siguiente rótulo: ¡No corras! ¡Llegamos todos al mismo sitio! y por la pared otras frases que proclaman verdades de a puño, como que la búsqueda del dinero es una pérdida de tiempo. Todo un filósofo anónimo. No pudimos resistirnos a la tentación de asomarnos a mirar el interior y, entre velas encendidas y sahumerios diversos, vimos vasijas y máscaras africanas cubiertas de mugre, una máquina de coser antigüa y otra de escribir que podía ser una UNDERWOOD o algo parecido. También había libros cubiertos de polvo, pero ni rastro del propietario que me quedé con las ganas de conocer.

Cenamos un pescado estupendo en Juan Mariano, mirando a una inmensa luna llena suspendida sobre el mar y dispuesta a dejarse levantar las faldas, y tomamos unas copas en El Cortijo; entraron unos tipos con ganas de vacilar que resultaron ser el alcalde, que repetía triunfo electoral, y el arquitecto municipal. Lola aprovechó para plantearles los problemas de su calle y meterles prisa para su resolución. Hablamos de la polémica del famoso Algarrobico; por supuesto que están en contra de la demolición, por los puestos de trabajo que supondrá para la población de la zona. Yo pensé que casi nada es blanco ni negro y no me siento capacitada para posicionarme, sobre todo viendo el destrozo que han causado la central térmica, la desaladora y la cementera que sientan sus reales en la mismísima Puntica, con un impacto paisajístico y medioambiental mucho peor que el del Hotel y que, sin embargo, nadie pone en cuestión.

Al día siguiente me levanté con ganas de desayunar al sol y de comprarme un sombrero de colores, imposible ponérmelo porque se lo llevaba el viento. Después de que Lola hiciera unas gestiones en el Ayuntamiento -ahora sin copas y sin vacile- nos encaminam
os a la Playa de los Muertos. El panorama desde la Mesa Roldán es de una belleza que abruma. Los montes escarpados, el abrupto barranco, austero y seco, cuajado de plantas punzantes y a la defensiva; el color impreciso de la tierra y abajo, en el fondo del abismo, la playa blanca y el mar azul cobalto como una recompensa que había que ganarse. Merecía la pena despeñarse y nos lanzamos a la aventura del descenso. Alcanzamos el paraíso. Un paraíso hecho de diminutas piedrecitas de colores imposibles: cinabrio, ambar, verdes, moradas, blancas translúcidas, negras veteadas, a las que el agua limpísima arrancaba brillos escondidos. Las plantas de mis pies urbanitas acabaron desolladas de caminar por encima de aquellas joyas, que sonaban al pisarlas como si se carcajearan de mí. Me dolían terriblemente y luego, cuando pude mirármelas, ví que estaban rojas como la lumbre y por la mañana tenía dos hematomas ardientes. Pero era tan deslumbrante la luz, tan infinito el azul y tan cambiante -desde el turquesa de la orilla al azulón del horizonte, uniéndose al pastel del cielo- que era imposible detenerse en esas nimiedades. Sólo nos habíamos llevado fruta y a media tarde, hambrientas y exhaustas después de escalar el monte, nos fuimos a Agua Amarga a que, por caridad cristiana, nos dieran algo de comer. Y, efectivamente por caridad cristiana, nos prepararon una magnífica ensalada que nos tomamos con unas cervezas en un chiringuito delicioso de la playa. Allí nos quedamos tiradas hasta el anochecer, dando un repaso a nuestras vidas y a todas las vicisitudes a las que ha sobrevivido nuestra amistad durante quince años, que no son tantos pero sí muy auténticos. Pescado otra vez frente a la luna y copas, esta vez las dos solas.

Por la mañana desayuno al sol con Rambo a mis pies, el perrillo del hostal que es todo un carácter. Un canijo chuleta y respondón. Lola, que es muy perrera, se ganó un mordisco por intentar cogerle en brazos; sin embargo vino a sentarse a mi lado, que no le había hecho ni caso. Ya se sabe que hay que ser dura con los hombres.

Después carretera y manta hacia Madrid, por Mojácar, Garrucha y Vera, parándonos a contemplar el panorama desde lo alto y con las pilas cargadas.
No hace falta decir que me acordé de Aguaamarga todo el tiempo y me alegré de haber conocido estos lugares tan queridos para ella.