Dejé atrás las movidas políticas, las decepciones, las preguntas sin respuesta, las amarguras y me fui con Lola camino del sur. Hacía fresquito el martes por la mañana y el aire estaba cargado de promesas cálidas, de realidades placenteras que, kilómetro a kilométro, alejaban de mi mente las tensiones artificiales, prefabricadas, de la contienda electoral. Íbamos cantando, haciéndole los coros a la voz poderosa de Rocío, ¡ay, mi Rocío!, manojito de claveles; los campos alternaban las amapolas con las retamas, en un alarde de colorido patrio.
Llegamos a Carboneras hacia las cinco de la tarde, nos tomamos un tentempié reparador y después de ocupar la habitación, bajamos en picado a la playa. Me tiré en la arena y me dejé acariciar por el viento que, como un amante sabio, me despojaba despacio, con mucha delicadeza, de los años, de las penas, de la rutina, de los miedos, de las iras, y me iba quedando reducida sólo a carne, a la primaria emoción de los sentidos. Esa doble desnudez del primer día de playa, que expone las vergüenzas de la piel mortecina y pálida del invierno, pero que rejuvenece y purifica al mismo tiempo. Por delante de la isla de San Andrés que dormitaba como un enorme cetáceo, pasó una bandada de gaviotas en impecable formación de a uno y un poco más adelante se arremolinaron como si hubieran encontrado en su camino una barrera invisible para los ojos humanos.
Llegamos a Carboneras hacia las cinco de la tarde, nos tomamos un tentempié reparador y después de ocupar la habitación, bajamos en picado a la playa. Me tiré en la arena y me dejé acariciar por el viento que, como un amante sabio, me despojaba despacio, con mucha delicadeza, de los años, de las penas, de la rutina, de los miedos, de las iras, y me iba quedando reducida sólo a carne, a la primaria emoción de los sentidos. Esa doble desnudez del primer día de playa, que expone las vergüenzas de la piel mortecina y pálida del invierno, pero que rejuvenece y purifica al mismo tiempo. Por delante de la isla de San Andrés que dormitaba como un enorme cetáceo, pasó una bandada de gaviotas en impecable formación de a uno y un poco más adelante se arremolinaron como si hubieran encontrado en su camino una barrera invisible para los ojos humanos.
Cenamos un pescado estupendo en Juan Mariano, mirando a una inmensa luna llena suspendida sobre el mar y dispuesta a dejarse levantar las faldas, y tomamos unas copas en El Cortijo; entraron unos tipos con ganas de vacilar que resultaron ser el alcalde, que repetía triunfo electoral, y el arquitecto municipal. Lola aprovechó para plantearles los problemas de su calle y meterles prisa para su resolución. Hablamos de la polémica del famoso Algarrobico; por supuesto que están en contra de la demolición, por los puestos de trabajo que supondrá para la población de la zona. Yo pensé que casi nada es blanco ni negro y no me siento capacitada para posicionarme, sobre todo viendo el destrozo que han causado la central térmica, la desaladora y la cementera que sientan sus reales en la mismísima Puntica, con un impacto paisajístico y medioambiental mucho peor que el del Hotel y que, sin embargo, nadie pone en cuestión.
Al día siguiente me levanté con ganas de desayunar al sol y

Por la mañana desayuno al sol con Rambo a mis pies, el perrillo del hostal que es todo un carácter. Un canijo chuleta y respondón. Lola, que es muy perrera, se ganó un mordisco por intentar cogerle en brazos; sin embargo vino a sentarse a mi lado, que no le había hecho ni caso. Ya se sabe que hay que ser dura con los hombres.
Después carretera y manta hacia Madrid, por Mojácar, Garrucha y Vera, parándonos a contemplar el panorama desde lo alto y con las pilas cargadas.