Me da miedo la ira por lo que tiene de irracional. Porque es un sentimiento incontrolado que brota del lugar más siniestro de las tripas y va por libre. Y, como a menudo es injusto y, por lo tanto, imprevisible, vivimos absolutamente ajenos a los nefastos efectos que somos capaces de suscitar con sólo abrir la boca; de repente nos cae encima un torrente de venablos, acompañado de una rabia que revienta como si se hubieran abierto las compuertas de un embalse y nos quedamos dando tumbos como un tentetieso, sin saber de dónde nos vienen los tiros ni qué hemos roto para merecer semejante trato.Y es que, por lo general, no es que hagamos nada sino que somos de una determinada manera o nuestro carácter tiene algún rasgo que provoca, vaya usted a saber por qué, un rechazo visceral -y digo lo de "visceral" porque nace de alguna víscera oscura, no de la razón- en una persona concreta. Además, en la percepción del iracundo, esa faceta perversa anula lo que pudiéramos tener de bueno -que digo yo que algo tendremos- hasta el punto de que ESO y sólo eso es lo que nos caracteriza. Ya no cuenta nada más: ni las risas, ni el entendimiento, ni la compañía, ni los buenos ratos, ni la habilidad para hacer el gazpacho, ni el Real Madrid; todo desaparece y ya no vale nada; nada merece respeto cuando estalla la ira. Porque, para colmo, estas explosiones ocurren siempre con la persona que tenemos más cerca y con la que más vida compartimos. Cuando alguien de pronto se encuentra frente a la sinrazón y descubre un extraño brillo en los ojos que le miran desde la ceguera y la irracionalidad, no le queda más opción que salir huyendo.
Por desgracia es demasiado frecuente que obsequiemos con lo peor de nosotros a aquellos que más participan de nuestra vida, mientras al resto del mundo le enseñamos nuestro mejor perfil y la más reluciente de nuestras sonrisas. Y uno se queda pensando si no será más gratificante pasar por la vida sin mojarse por nadie y dedicarse a disfrutar de encantadoras sonrisas, tan ricamente.
