miércoles, 3 de octubre de 2007

LA TORRE DE BABEL

Es descorazonador comprobar lo mal que nos entendemos a veces y cómo las palabras mal interpretadas pueden desencadenar un pequeño desastre emocional. La palabra, ese puente sutil que tendemos entre nosotros, es cambiante y con frecuencia no depende de sí misma sino de los oídos que la escuchan o, lo que es peor, de los ojos que la leen. Ocurre que los que tenemos el vicio de escribir, pretendemos que nos lean y, no contentos con eso, aspiramos a arrancar al lector una sonrisa o un juramento; una carcajada o quizá un nudo en el hígado, en una búsqueda de complicidades que en ocasiones peca de optimista. Nos asomamos a este precipicio para volcar desde lo alto nuestras miserias disfrazadas de literatura. Y cuando al día siguiente nos encontramos que alguien lo ha leido y se ha visto reflejado, o nos ha discutido o se le ha escapado una risa o una lágrima o ha proferido un ¡joder! delante de la pantalla, sabemos que no estamos solos. Lo malo es que, como nuestro idioma no es universal, nos hacemos un lío; cuando pedimos la argamasa nos dan el agua y la torre de palabras se derrumba; intentamos hacer reír y alguien que pasa por aquí se siente ofendido o tratamos de plasmar el dolor y nos topamos con la indiferencia.

Es peligroso este juego porque no es un juego. Decía Gil de Biedma que

el juego de hacer versos,
que no es un juego, es algo
parecido, en principio,
al placer solitario.

Y también que

tratar con el idioma
como si fuera mágico
es un buen ejercicio,
que llega a emborracharnos.

Este difuso placer si fuera solitario casi no sería placer; ya se sabe que el placer en compañía es más reconfortante pero también más arriesgado. Se puede convertir en dolor, porque la borrachera de palabras a veces trae una resaca envenenada.

Y eso que sólo son palabras...