Una de las ventajas de mi casa es que entra el sol a raudales pero con estos calores la única forma de sobrevivir es tener las persianas bajadas durante el día y levantarlas cuando ya sólo puede entrar la luz lechosa de la anochecida. Con lo cual vivo instalada en una especie de noche suave y continuada, muy propicia a la melancolía. Además es tiempo de descuento, días como de rebajas, que no tienen más sentido que el de pasar, sin pena ni gloria, en espera de las vacaciones, que están ahí, a la vuelta.
Mi madre ya se ha ido; sus veranos siguen siendo largos como cuando entonces, que nos íbamos el día de San Pedro y volvíamos a principios de octubre y daba tiempo a echar raices, a organizar otra vida mínimamente estable, sin andar como ahora con las maletas a cuestas cada semana. Era una pequeña vida dentro de la grande, pero completa en sí misma, con su cotidianeidad y su rutina. Ahora ya no son tres meses porque no se puede quedar sola, pero como mi hermana es de la enseñanza, tiene más vacaciones que el común de los mortales, con lo que sus dos mesecitos en Sigüenza no se los quita nadie. Ella, como siempre, va como al matadero porque no se resigna a no poder dar sus paseos por el pinar y a depender de que la lleven y la traigan. El otro día me contó Maria Pilar, que la llamó por un asunto de intendencia doméstica, que al preguntarle cómo estaba, le contestó: fatal, hija, me estoy muriendo. Así, como suena, le dijo literalmente que se estaba muriendo. Yo me pillo unos globos descomunales con estas cosas, porque es que no hay derecho, le va a pasar como al del cuento ese de que viene el lobo.
Sara también es de la enseñanza, con lo que mis nietos Paloma, Marcos y Almudena se van dentro de unos días a Santander con los otros abuelos y mi hijo se queda aquí de rodríguez como un pringao. En cambio los gemelos, como los pobres no tienen padres de la enseñanza, siguen en la guardería todo el mes de julio. Siempre ha habido clases, Samotracia.
Mi madre ya se ha ido; sus veranos siguen siendo largos como cuando entonces, que nos íbamos el día de San Pedro y volvíamos a principios de octubre y daba tiempo a echar raices, a organizar otra vida mínimamente estable, sin andar como ahora con las maletas a cuestas cada semana. Era una pequeña vida dentro de la grande, pero completa en sí misma, con su cotidianeidad y su rutina. Ahora ya no son tres meses porque no se puede quedar sola, pero como mi hermana es de la enseñanza, tiene más vacaciones que el común de los mortales, con lo que sus dos mesecitos en Sigüenza no se los quita nadie. Ella, como siempre, va como al matadero porque no se resigna a no poder dar sus paseos por el pinar y a depender de que la lleven y la traigan. El otro día me contó Maria Pilar, que la llamó por un asunto de intendencia doméstica, que al preguntarle cómo estaba, le contestó: fatal, hija, me estoy muriendo. Así, como suena, le dijo literalmente que se estaba muriendo. Yo me pillo unos globos descomunales con estas cosas, porque es que no hay derecho, le va a pasar como al del cuento ese de que viene el lobo.
Sara también es de la enseñanza, con lo que mis nietos Paloma, Marcos y Almudena se van dentro de unos días a Santander con los otros abuelos y mi hijo se queda aquí de rodríguez como un pringao. En cambio los gemelos, como los pobres no tienen padres de la enseñanza, siguen en la guardería todo el mes de julio. Siempre ha habido clases, Samotracia.
Con todo esto yo me voy quedando sola, eso sí, sin el stress habitual, pero un poco perdida en la penumbra de mi casa; el tiempo está suspendido entre las partículas de polvo que flotan dentro de los rayos de sol, se cuela por las rendijas y se pone cómodo en el salón a escuchar música.
Y es que el tiempo es extrañamente elástico. Si miro hacia el futuro se estira, se estira y me invade un miedo atávico, un cansancio infinito para afrontar lo que queda por llegar. Sin embargo el pasado se encoje, todo ha ido tan deprisa...ayer mismo era una adolescente al principio de julio con tres meses ante mí llenos de promesas y, sin saber cómo, casi estoy acariciando la jubilación. La vida -y la muerte- me ha caído encima y me ha dejado aplastada como en los dibujos animados. Pero luego, también sin saber cómo, vuelvo a renacer y a tomar forma humana, como si mi propia sombra regresara con ganas de guerra desde algún recoveco de la memoria. Y otra vez creo que existe la felicidad y que soy una abuela, sí, pero no sólo una abuela; también ahora los veranos pueden estar llenos de promesas.