Tenía las dos persianas de la cocina derrumbadas, se conoce que de tanto subirlas y bajarlas con este ajetreo de los calores; de manera que esa penumbra de la que hablaba el otro día ya se había quedado para siempre en mi cocina; además era una penumbra desvencijada y al bies que no producía melancolía ni nada, sino una sensación de abandono y de ruina doméstica que me ponía de mal café. Así que hoy, que tenía todo el día por delante sin nada que hacer, he sacado al persianero que llevo dentro y me he dicho ¡a por ellas, que tú puedes! La teoría era fácil: sólo había que desatornillar dieciséis tornillos, quitar las tapas, subir los rollos de persiana y apoyarlos en sus correspondientes soportes, volver a poner las tapas y ¡ale, hop! persianas arregladas. En total he calculado una media hora, minuto arriba o abajo. Bien, pues he empezado a las once en punto de la mañana y he terminado a las cinco y media de la tarde, sin comer; dos horas más que la final de Wimbledon que ha ganado Rafa con mil sudores ¡qué dos monstruos en la pista!
Yo también he ganado mi particular partido contra las putas persianas, pero me he quedado para que alguien me tirara al contenedor de residuos sólidos orgánicos más cercano, mucho peor que Rafa Nadal que sólo ha llorado un poco. Me duelen las manos, tengo los brazos llenos de cardenales y me he clavado el destornillador en una uña. Los dieciséis tornillos estaban fosilizados, petrificados en una capa de pintura que no dejaba ver ni la ranura para meter el destornillador. Aflojarlos todos me ha costado dos horas y cuarto, más o menos. Cuando por fin he conseguido quitar las tapas, me he encontrado dentro un desastre total. La tabla vertical donde van los soportes en que se apoyan las barras estaba literalmente desintegrada, era un amasijo de serrín imposible de aprovechar; eso sí, el úníco trozo entero estaba fijado al suelo del hueco por unas escuadras metálicas con sus correspondientes tornillos. Y ahora qué hago, he dicho creo que en voz alta, aunque estaba completamente sola. No voy a poner las tapas, con lo que me ha costado quitarlas, y dejarlo igual, como si fuera un cirujano que se encuentra una metástasis y vuelve a cerrar la tripa. Así que he invertido otra media hora en desatornillar las mencionadas escuadras metálicas y subir la aspiradora para quitar el serrín y la mugre milenaria que se escondía en el hueco. Luego me he puesto al trabajo fino; tenía que fabricar otra tabla con los soportes para apoyar las barras y atornillarla al suelo con las consabidas escuadras. La suerte estaba de mi parte y en el trastero he encontrado un trozo de madera que me podía servir. Mientras veía los primeros raquetazos de Rafa y de Federer -impresionantes- he construido la pieza con mil trabajos, porque los tornillos no entraban ni p'a diós. Me he convencido de que soy una débil e indefensa mujer -mayorcita, encima- que en lo tocante a fuerza física no doy la talla. Pero a burra no me gana nadie. Quedaba lo peor. Con la pieza de ingeniería fabricada -ya eran las cuatro- me he vuelto a subir a la escalera para clavarla en su sitio. No sé ni cómo lo he conseguido, porque ahí dentro no me cabían las manos ni las herramientas, no tenía sitio para girar el destornillador, con el rollo de la persiana caido; entonces ha sido lo de la uña; con el dedo machacado y soltando juramentos, he fijado la tablita con los soportes. Bueno, esto está hecho, me he animado a mí misma, ya sólo queda colgarlas. Imposible levantarlas. Reuniendo todas las fuerzas que me quedaban, apenas conseguía elevar el rollo un centímetro y el soporte estaba casi a diez del suelo, todo esto con los brazos hacia arriba, que ya me dolían los inexistentes biceps. Ayudada del martillo y metiendo debajo un bote de pintura que he encontrado por ahí, una cacerola y un rollo de papel higiénico he ido haciendo palanca y levantando poco a poco el peso muerto de las persianas, primero de una ventana y luego de la otra por el mismo sofisticado procedimiento, viva la tecnología, y...¡¡¡las he colgado!!!. No me lo podía creer, pero subían y bajaban. Tras varios amagos de caerse las tablas en mi cabeza, he vuelto a apretar los dieciséis tornillos -ya me daban calambres en las manos- y me he bajado de la escalera. Cuando me he mirado en el espejo, estaba tiznada de arriba abajo, el pijama -porque estaba en pijama- gris marengo en lugar de blanco, la cara llena de churretes; las manos destrozadas y doloridas, con las uñas como las de un carbonero y los brazos negros hasta más arriba del codo. Después de ducharme, lavarme la cabeza y ponerme ropa limpia, he recuperado la apariencia humana, más concretamente de mujer, pero he visto que los brazos seguían llenos de manchas; eran cardenales.
A todo esto el reloj marcaba las seis y media y creo que he comido algo, no me acuerdo qué. Me he tirado en el sofá a ver los dos últimos capítulos de "Vientos de Agua", una serie magnífica que me ha recomendado Pitoya. Yo nunca lloro en el cine porque, no sé, me parece que ya lloramos en la vida lo suficiente, pero hoy estaba tan cansada y tan rota, que me han empezado a caer unos lagrimones y unos sollozos tremendos que no venían de la película, sino de quién sabe qué etapa de mi vida, o a lo mejor de todas juntas, las que me han llevado a estar hoy aquí, sola en mi casa arreglando unas persianas. Porque he comprendido que no es que nos vayamos dejando trozos de la vida por ahí, sino que todo se nos va quedando dentro; todas las contradicciones, todos los errores, todas las veces que nos hemos encontrado con el amor, todos los desamores, todos los fracasos, todos los dolores, todos los encontronazos con la muerte; y, contra pronóstico, nos empeñamos en vivir, como yo con la persiana, por encima de la muerte, a pesar de la muerte. Pero cada pequeña historia que vivimos nos deja un surco abierto que no se cierra nunca. Y de repente un día, que estamos cansados o solos o las dos cosas, vuelven un montón de fantasmas al mismo tiempo, empujándose unos a otros y reventamos en unos sollozos que no vienen a cuento.
Lo de Rafa Nadal ha sido épico.
Yo también he ganado mi particular partido contra las putas persianas, pero me he quedado para que alguien me tirara al contenedor de residuos sólidos orgánicos más cercano, mucho peor que Rafa Nadal que sólo ha llorado un poco. Me duelen las manos, tengo los brazos llenos de cardenales y me he clavado el destornillador en una uña. Los dieciséis tornillos estaban fosilizados, petrificados en una capa de pintura que no dejaba ver ni la ranura para meter el destornillador. Aflojarlos todos me ha costado dos horas y cuarto, más o menos. Cuando por fin he conseguido quitar las tapas, me he encontrado dentro un desastre total. La tabla vertical donde van los soportes en que se apoyan las barras estaba literalmente desintegrada, era un amasijo de serrín imposible de aprovechar; eso sí, el úníco trozo entero estaba fijado al suelo del hueco por unas escuadras metálicas con sus correspondientes tornillos. Y ahora qué hago, he dicho creo que en voz alta, aunque estaba completamente sola. No voy a poner las tapas, con lo que me ha costado quitarlas, y dejarlo igual, como si fuera un cirujano que se encuentra una metástasis y vuelve a cerrar la tripa. Así que he invertido otra media hora en desatornillar las mencionadas escuadras metálicas y subir la aspiradora para quitar el serrín y la mugre milenaria que se escondía en el hueco. Luego me he puesto al trabajo fino; tenía que fabricar otra tabla con los soportes para apoyar las barras y atornillarla al suelo con las consabidas escuadras. La suerte estaba de mi parte y en el trastero he encontrado un trozo de madera que me podía servir. Mientras veía los primeros raquetazos de Rafa y de Federer -impresionantes- he construido la pieza con mil trabajos, porque los tornillos no entraban ni p'a diós. Me he convencido de que soy una débil e indefensa mujer -mayorcita, encima- que en lo tocante a fuerza física no doy la talla. Pero a burra no me gana nadie. Quedaba lo peor. Con la pieza de ingeniería fabricada -ya eran las cuatro- me he vuelto a subir a la escalera para clavarla en su sitio. No sé ni cómo lo he conseguido, porque ahí dentro no me cabían las manos ni las herramientas, no tenía sitio para girar el destornillador, con el rollo de la persiana caido; entonces ha sido lo de la uña; con el dedo machacado y soltando juramentos, he fijado la tablita con los soportes. Bueno, esto está hecho, me he animado a mí misma, ya sólo queda colgarlas. Imposible levantarlas. Reuniendo todas las fuerzas que me quedaban, apenas conseguía elevar el rollo un centímetro y el soporte estaba casi a diez del suelo, todo esto con los brazos hacia arriba, que ya me dolían los inexistentes biceps. Ayudada del martillo y metiendo debajo un bote de pintura que he encontrado por ahí, una cacerola y un rollo de papel higiénico he ido haciendo palanca y levantando poco a poco el peso muerto de las persianas, primero de una ventana y luego de la otra por el mismo sofisticado procedimiento, viva la tecnología, y...¡¡¡las he colgado!!!. No me lo podía creer, pero subían y bajaban. Tras varios amagos de caerse las tablas en mi cabeza, he vuelto a apretar los dieciséis tornillos -ya me daban calambres en las manos- y me he bajado de la escalera. Cuando me he mirado en el espejo, estaba tiznada de arriba abajo, el pijama -porque estaba en pijama- gris marengo en lugar de blanco, la cara llena de churretes; las manos destrozadas y doloridas, con las uñas como las de un carbonero y los brazos negros hasta más arriba del codo. Después de ducharme, lavarme la cabeza y ponerme ropa limpia, he recuperado la apariencia humana, más concretamente de mujer, pero he visto que los brazos seguían llenos de manchas; eran cardenales.
A todo esto el reloj marcaba las seis y media y creo que he comido algo, no me acuerdo qué. Me he tirado en el sofá a ver los dos últimos capítulos de "Vientos de Agua", una serie magnífica que me ha recomendado Pitoya. Yo nunca lloro en el cine porque, no sé, me parece que ya lloramos en la vida lo suficiente, pero hoy estaba tan cansada y tan rota, que me han empezado a caer unos lagrimones y unos sollozos tremendos que no venían de la película, sino de quién sabe qué etapa de mi vida, o a lo mejor de todas juntas, las que me han llevado a estar hoy aquí, sola en mi casa arreglando unas persianas. Porque he comprendido que no es que nos vayamos dejando trozos de la vida por ahí, sino que todo se nos va quedando dentro; todas las contradicciones, todos los errores, todas las veces que nos hemos encontrado con el amor, todos los desamores, todos los fracasos, todos los dolores, todos los encontronazos con la muerte; y, contra pronóstico, nos empeñamos en vivir, como yo con la persiana, por encima de la muerte, a pesar de la muerte. Pero cada pequeña historia que vivimos nos deja un surco abierto que no se cierra nunca. Y de repente un día, que estamos cansados o solos o las dos cosas, vuelven un montón de fantasmas al mismo tiempo, empujándose unos a otros y reventamos en unos sollozos que no vienen a cuento.
Lo de Rafa Nadal ha sido épico.