El martes fue fiesta en Madrid, Santa María de la Cabeza, esposa de San Isidro Labrador, según cuentan las crónicas. Otros años ese día ha pasado sin pena ni gloria, pero este ha cobrado protagonismo; la Almudena cae en domingo y en vista de lo cual Gallardón ha tirado de banquillo. Quizá por eso la santa ha querido hacerse notar, no pasar desapercibida y de madrugada se retiró dejándonos un pedrisco descomunal, a costa de cargarse todas las cosechas que tanto cuida su esposo, además de los coches de los pringaos madrileños que no tenemos garage. El mío en concreto, que lo acababa de sacar del taller de chapa, amaneció el miércoles con el capó y el techo plagados de pequeñas cavidades redondas.
Ya por la tarde, unas nubes negras y curvilíneas como rocas en el cielo, anunciaban que se atormentaba una vecina. Y era grande su tormento porque yo estaba tumbada en el sofá sin meterme con nadie cuando entró en mi cuarto de estar un relámpago azul y un vientecillo fresco empezó a correr por mi casa, soplando la ceniza de los ceniceros. El vientecillo, primo hermano de Ike, antes de darme cuenta se había convertido en vendaval acompañado de un estruendo como un bombardeo; unas piedras gordas y blancas golpeaban los cristales sin piedad. Me asomé a la ventana porque el espectáculo era grandioso, no quería perderme la furia del cielo desatada en mi barrio; pero fue imposible, aquellas bombas de hielo amenazaban con dejarnos a la intemperie y no tuve más remedio que bajar las persianas y conformarme con mirar por una rendija los ríos de piedra que corrían por mi calle. Fueron diez minutos, quizá menos, fastuosos, inmensos, dramáticos, que me situaron en mi insignificante pequeñez.
Salí a la mañana siguiente y el suelo estaba cubierto de hojas verdes, caidas cuando todavía no tocaba, con el otoño robado.
Las tormentas es lo que tienen, que dejan el alma a estrenar. Barren los malos sentimientos, las iras contenidas, las rabias antiguas y podridas. Pero tienen que estallar y pasar para que luego huela a tierra mojada y salga el arco iris. Y que dejen de atormentarse las vecinas, please.
Ya por la tarde, unas nubes negras y curvilíneas como rocas en el cielo, anunciaban que se atormentaba una vecina. Y era grande su tormento porque yo estaba tumbada en el sofá sin meterme con nadie cuando entró en mi cuarto de estar un relámpago azul y un vientecillo fresco empezó a correr por mi casa, soplando la ceniza de los ceniceros. El vientecillo, primo hermano de Ike, antes de darme cuenta se había convertido en vendaval acompañado de un estruendo como un bombardeo; unas piedras gordas y blancas golpeaban los cristales sin piedad. Me asomé a la ventana porque el espectáculo era grandioso, no quería perderme la furia del cielo desatada en mi barrio; pero fue imposible, aquellas bombas de hielo amenazaban con dejarnos a la intemperie y no tuve más remedio que bajar las persianas y conformarme con mirar por una rendija los ríos de piedra que corrían por mi calle. Fueron diez minutos, quizá menos, fastuosos, inmensos, dramáticos, que me situaron en mi insignificante pequeñez.
Salí a la mañana siguiente y el suelo estaba cubierto de hojas verdes, caidas cuando todavía no tocaba, con el otoño robado.
Las tormentas es lo que tienen, que dejan el alma a estrenar. Barren los malos sentimientos, las iras contenidas, las rabias antiguas y podridas. Pero tienen que estallar y pasar para que luego huela a tierra mojada y salga el arco iris. Y que dejen de atormentarse las vecinas, please.