Estoy aprendiendo a corregir textos, que es una cosa que parece fácil pero que tiene su intríngulis. El caso es que una ya no tiene edad de ir al cole ni de seguir buscándose una vida que hace muchos años que debería haber encontrado, mal que bien; sin embargo ahi estoy, yendo a clase rodeada de treintañeras -todas mujeres, no sé qué lectura hacer - llenas de títulos universitarios, de idiomas y de ganas de comerse el mundo, mientras una trata de resistirse a que el mundo se la meriende sin compasión.
Por si fuera poco un trabajo, una madre casi nonagenaria, tres hijos y cinco nietos, una pareja a la que quisiera dedicar más tiempo del que puedo y las labores propias de mi sexo, me he metido en este nuevo berenjenal por la puta pela y dispuesta a hacerle la competencia a Elefancia.
Haciendo un recuento de mi vida, llego a la conclusión de que cada vez trabajo más y vivo peor. Cuando contaba veintiocho años, allá por el paleolítico superior, tenía dos hijos en edad escolar y una chica de servicio de las de antes, interna; era un ama de casa burguesa que no pegaba un palo al agua. Y, francamente, no me sentía un parásito de la sociedad, cumplía el papel para el que había sido educada y punto. Tú te casarás, me dijo mi padre al acabar el bachillerato, como si el matrimonio fuera una forma de ganarse la vida. Y sí, me casé, pero cuando vinieron mal dadas -dentro y fuera del matrimonio- me encontré con que mis habilidades para conseguir unos ingresos decentes eran bastante escasas. Eso sí, las exprimí al máximo trabajando doce horas diarias repartidas en diversos empleos, pero ni aún así llegaba. Esta situación se convirtió en endémica hasta alcanzar la tierna edad que tengo, en la que continúo inventándome a mí misma cada día.
Entre las erratas, las negritas, las cursivas, las mayúsculas cuando toca minúsculas y viceversa, las comas que sí, los puntos que no, los acentos que la Academia quita y pone cuando le viene en gana, los paréntesis, los corchetes, los guiones y, para remate, la sesión de sonetos a la que sin piedad me ha sometido mi Quevedito particular, tengo la cabeza como el panhispánico de dudas y ya no sé si padezco de diacrisis ortotipográfica o de consonancia inflamatoria aguda.
En fin, una aventura más de la que espero salir con bien. A eso estoy dedicando los días de vacaciones que me quedaban, más unos pocos moscosos, de manera que tengo que sacarle rentabilidad al asunto. Por eso y porque no puedo defraudar a quien me está animando.
Ojalá que cuando termine de escribir mi autobiografía, estos días aparezcan en negrita o, mejor, en letras de oro.
Y esto es todo, de momento.
Por si fuera poco un trabajo, una madre casi nonagenaria, tres hijos y cinco nietos, una pareja a la que quisiera dedicar más tiempo del que puedo y las labores propias de mi sexo, me he metido en este nuevo berenjenal por la puta pela y dispuesta a hacerle la competencia a Elefancia.
Haciendo un recuento de mi vida, llego a la conclusión de que cada vez trabajo más y vivo peor. Cuando contaba veintiocho años, allá por el paleolítico superior, tenía dos hijos en edad escolar y una chica de servicio de las de antes, interna; era un ama de casa burguesa que no pegaba un palo al agua. Y, francamente, no me sentía un parásito de la sociedad, cumplía el papel para el que había sido educada y punto. Tú te casarás, me dijo mi padre al acabar el bachillerato, como si el matrimonio fuera una forma de ganarse la vida. Y sí, me casé, pero cuando vinieron mal dadas -dentro y fuera del matrimonio- me encontré con que mis habilidades para conseguir unos ingresos decentes eran bastante escasas. Eso sí, las exprimí al máximo trabajando doce horas diarias repartidas en diversos empleos, pero ni aún así llegaba. Esta situación se convirtió en endémica hasta alcanzar la tierna edad que tengo, en la que continúo inventándome a mí misma cada día.
Entre las erratas, las negritas, las cursivas, las mayúsculas cuando toca minúsculas y viceversa, las comas que sí, los puntos que no, los acentos que la Academia quita y pone cuando le viene en gana, los paréntesis, los corchetes, los guiones y, para remate, la sesión de sonetos a la que sin piedad me ha sometido mi Quevedito particular, tengo la cabeza como el panhispánico de dudas y ya no sé si padezco de diacrisis ortotipográfica o de consonancia inflamatoria aguda.
En fin, una aventura más de la que espero salir con bien. A eso estoy dedicando los días de vacaciones que me quedaban, más unos pocos moscosos, de manera que tengo que sacarle rentabilidad al asunto. Por eso y porque no puedo defraudar a quien me está animando.
Ojalá que cuando termine de escribir mi autobiografía, estos días aparezcan en negrita o, mejor, en letras de oro.
Y esto es todo, de momento.