Los viernes a las diez de la noche en el metro de Madrid unos van y otros vienen. Van pandillas de chavales, ellas a un lado, ellos a otro. Ellas se han disfrazado de "Lolitas"; llevan tacones muy altos y falda muy corta y gritan mucho para disimular la vergüenza que les da enseñar un canalillo procaz y unos pechos turgentes y muertos de frío; porque hace frío esta noche para ir así. Todas tienen los labios carnosos y pintados de rojo intenso. Ellos no las miran, pasan; aparentemente están mucho más preocupados por colocarse la gorra con la visera hacia atrás y el vaquero a la altura justa para que no se les caiga, pero casi. Una, bajita y regordeta, decide atacar y se sienta en las piernas de un chaval que está espatarrado en el asiento de enfrente. El, le mete mano con desgana entre los muslos y la besa en los morros como por cumplir. Se bajan todos en la estación de La Latina, ellos delante pegándose empujones y puñetazos de colegas; ellas detrás cuchicheando y tirándose hacia abajo de unas minifaldas imposibles y dando traspiés con los taconazos. Tanto feminismo para esto.
La sudamericana vuelve. La melena rubia teñida no oculta sus rasgos indígenas. Ha salido esa tarde y tiene que regresar porque está interna. Se ha despedido en el andén de otras compatriotas que tienen más suerte; están externas compartiendo piso y se pasan la noche del viernes bailando salsa. Ella no; tiene dos hijos en Ecuador o en Perú o en Colombia y manda para allá casi todo su sueldo, no puede gastárselo en pagar una habitación, para eso no se fue de su país. Pero todavía le resuenan en las tripas los ritmos calientes y se le van los pies con los músicos andinos que han entrado en el vagón, mientras dibuja una sonrisa muy triste. Se baja en Argüelles.
La mujer de edad indefinida yo creo que también vuelve; guiña los ojos para leer un texto pegado en la pared del vagón -libros a la calle- y en el rostro refleja un cansancio antiguo. De vez en cuando da una cabezada, apoyándo la cabeza en la palma de la mano. Agarra el bolso fuerte, como si llevara dentro todas sus pertenencias. Parece que tiene ganas de morirse. Lleva un periódico que dice que el Gobierno ha dado tropecientos mil millones a los bancos, a esos bancos que le tienen secuestrada la nómina, que le cobran unos intereses que rayan en la usura cada vez que se queda en números rojos; a esos bancos que la tienen axfisiada y que ahora ya no le dan más crédito. Tiene que hacer trasbordo en Cuatro Caminos y casi se pasa de estación. Se aleja del borde del andén, asustada de las ganas de tirarse que le están entrando. ¡Qué les den por culo a todos! No tiene nada ¿qué le pueden embargar? Ahora llega a su casa a comerse un huevo frito y mañana será otro día.
Una pareja madura se hace bromas y arrumacos. Igual se han tomado unos vinos y están un poco achispados; no se sabe muy bien si van o vuelven. Parecen dos separados que se han encontrado cuando ya no contaban con ello. Seguramente vuelven de una vida agotada y van hacia otra que se inventan cada día. Al salir en Moncloa se cruzan con un travelo con la hora cambiada; a las diez de la noche, en circunstancias normales, no le tocaría volver, pero vuelve; enseña un escote huesudo y plano y se le ha corrido el rimmel; lleva las medias rotas, los tacones torcidos y ya le apunta la barba, apenas emboscada en el maquillaje. Es delgado y menudo; o delgada y menuda, no sé.
Los viernes a las diez de la noche, va un montón de gente en el metro.
La sudamericana vuelve. La melena rubia teñida no oculta sus rasgos indígenas. Ha salido esa tarde y tiene que regresar porque está interna. Se ha despedido en el andén de otras compatriotas que tienen más suerte; están externas compartiendo piso y se pasan la noche del viernes bailando salsa. Ella no; tiene dos hijos en Ecuador o en Perú o en Colombia y manda para allá casi todo su sueldo, no puede gastárselo en pagar una habitación, para eso no se fue de su país. Pero todavía le resuenan en las tripas los ritmos calientes y se le van los pies con los músicos andinos que han entrado en el vagón, mientras dibuja una sonrisa muy triste. Se baja en Argüelles.
La mujer de edad indefinida yo creo que también vuelve; guiña los ojos para leer un texto pegado en la pared del vagón -libros a la calle- y en el rostro refleja un cansancio antiguo. De vez en cuando da una cabezada, apoyándo la cabeza en la palma de la mano. Agarra el bolso fuerte, como si llevara dentro todas sus pertenencias. Parece que tiene ganas de morirse. Lleva un periódico que dice que el Gobierno ha dado tropecientos mil millones a los bancos, a esos bancos que le tienen secuestrada la nómina, que le cobran unos intereses que rayan en la usura cada vez que se queda en números rojos; a esos bancos que la tienen axfisiada y que ahora ya no le dan más crédito. Tiene que hacer trasbordo en Cuatro Caminos y casi se pasa de estación. Se aleja del borde del andén, asustada de las ganas de tirarse que le están entrando. ¡Qué les den por culo a todos! No tiene nada ¿qué le pueden embargar? Ahora llega a su casa a comerse un huevo frito y mañana será otro día.
Una pareja madura se hace bromas y arrumacos. Igual se han tomado unos vinos y están un poco achispados; no se sabe muy bien si van o vuelven. Parecen dos separados que se han encontrado cuando ya no contaban con ello. Seguramente vuelven de una vida agotada y van hacia otra que se inventan cada día. Al salir en Moncloa se cruzan con un travelo con la hora cambiada; a las diez de la noche, en circunstancias normales, no le tocaría volver, pero vuelve; enseña un escote huesudo y plano y se le ha corrido el rimmel; lleva las medias rotas, los tacones torcidos y ya le apunta la barba, apenas emboscada en el maquillaje. Es delgado y menudo; o delgada y menuda, no sé.
Los viernes a las diez de la noche, va un montón de gente en el metro.