A las nueve y media de la mañana la chica abrió de sopetón la puerta de mi despacho y, sin apenas decir buenos días, nos pidió -mejor diría, nos ordenó- a mi compañera y a mí que llamáramos por teléfono a "Su Alteza Real el Príncipe Felipe" (sic) y le informáramos de que ella estaba aquí. Ante nuestra perplejidad, arrebató a Mayte el ratón tratando de buscar en Internet un mapa que la llevara hasta el Príncipe que, según decía, la estaba esperando. Los detalles sobre cómo se desarrollaron los hechos hasta que vió aparecer los chalecos fosforescentes de los chicos del SUMA social, dijo no, no y salió por pies del ministerio, no tienen importancia, pero yo me quedé dándole vueltas a la tremenda soledad de esa chica, a la que habíamos dejado marchar sin siquiera intentar gestionarle la cita con su príncipe. Los enfermos mentales viven en una sociedad que no sabe tratarlos, vacilando entre el miedo y la risa que le producen.
Estoy sumergida en la lectura de Hacia el amanecer, de Michael Greenberg, un libro que si bien literariamente no es una obra maestra, el tema me fascina y me inquieta a partes iguales. Los misteriosos caminos sin retorno por los que a veces se pierde la mente humana, convirtiendo a los que por ellos transitan en unos desconocidos para el resto de los mortales. Eso no ocurre con ninguna otra enfermedad; cuando nos enteramos de que algún ser querido está aquejado de un cáncer o de una esclerosis múltiple, normalmente nos volcamos con esa persona, procuramos ayudarle dentro de nuestras posibilidades y hacerle más llevadera la vida. Pero a los locos tratamos de evitarlos, huimos de ellos como de la peste, el laberinto de su mente nos produce un repelús incontrolable y no sabemos cómo meterle mano; en el mejor de los casos nos apartamos y en el peor nos irritamos o hacemos risas de sus ocurrencias. Sin embargo, no siempre está muy definida la línea que separa la cordura de la locura, cuántas veces decimos de alguien que está loco sólo porque su vida se sale de lo convencional. Y lo peor es que en ocasiones lo decimos con un puntito de envidia.
Pero no es a esa clase de locura a la que me quiero referir, sino a la locura auténtica, a esa que transforma a quien la padece en un extraño que vive en un mundo al que los "cuerdos" no tenemos acceso porque no lo podemos ver. Y tratamos de convencerlos de que eso no existe, cuando no es verdad: para ellos su mundo es tan cierto como para nosotros el nuestro. No son imaginaciones, son realidades que ellos palpan con la misma certeza o más que los cuerdos las nuestras, pues a veces nosotros dudamos de todo. ¿Cómo, entonces, no se van a apartar de una sociedad que está incapacitada para entenderlos?
Intentamos que se impliquen en nuestra existencia, que sufran por lo mismo que sufrimos nosotros y gocen por los mismos motivos, que sus afanes sean idénticos porque lo nuestro es lo correcto, nuestra verdad es la verdad. Y esa soberbia no nos deja ni siquiera escucharlos ni intentar penetrar en ese cosmos desconocido. Como mucho ponemos una sonrisa de condescendencia y murmuramos "son cosas de Fulano". Y Fulano, lógicamente, se aparta de nosotros como el otro día la chica del ministerio se fue en cuanto vio los chalecos fosforescentes de los enfermeros del Suma.
El caso de John Forbes Nash -el protagonista de "Una mente maravillosa"- desgraciadamente no es el común. Aparte de su inteligencia privilegiada -que sí es frecuente que se dé en los esquizofrénicos- tuvo la inmensa suerte de contar con una compañera admirable, Alicia, que ha sido capaz de estar junto a él durante toda su vida y de hacer compatible, a base de un amor a prueba de bombas, el inextricable mundo de John con este absurdo laberinto por el que nos perdemos todos. Eso sí, con mucho sentido común.
Estoy sumergida en la lectura de Hacia el amanecer, de Michael Greenberg, un libro que si bien literariamente no es una obra maestra, el tema me fascina y me inquieta a partes iguales. Los misteriosos caminos sin retorno por los que a veces se pierde la mente humana, convirtiendo a los que por ellos transitan en unos desconocidos para el resto de los mortales. Eso no ocurre con ninguna otra enfermedad; cuando nos enteramos de que algún ser querido está aquejado de un cáncer o de una esclerosis múltiple, normalmente nos volcamos con esa persona, procuramos ayudarle dentro de nuestras posibilidades y hacerle más llevadera la vida. Pero a los locos tratamos de evitarlos, huimos de ellos como de la peste, el laberinto de su mente nos produce un repelús incontrolable y no sabemos cómo meterle mano; en el mejor de los casos nos apartamos y en el peor nos irritamos o hacemos risas de sus ocurrencias. Sin embargo, no siempre está muy definida la línea que separa la cordura de la locura, cuántas veces decimos de alguien que está loco sólo porque su vida se sale de lo convencional. Y lo peor es que en ocasiones lo decimos con un puntito de envidia.
Pero no es a esa clase de locura a la que me quiero referir, sino a la locura auténtica, a esa que transforma a quien la padece en un extraño que vive en un mundo al que los "cuerdos" no tenemos acceso porque no lo podemos ver. Y tratamos de convencerlos de que eso no existe, cuando no es verdad: para ellos su mundo es tan cierto como para nosotros el nuestro. No son imaginaciones, son realidades que ellos palpan con la misma certeza o más que los cuerdos las nuestras, pues a veces nosotros dudamos de todo. ¿Cómo, entonces, no se van a apartar de una sociedad que está incapacitada para entenderlos?
Intentamos que se impliquen en nuestra existencia, que sufran por lo mismo que sufrimos nosotros y gocen por los mismos motivos, que sus afanes sean idénticos porque lo nuestro es lo correcto, nuestra verdad es la verdad. Y esa soberbia no nos deja ni siquiera escucharlos ni intentar penetrar en ese cosmos desconocido. Como mucho ponemos una sonrisa de condescendencia y murmuramos "son cosas de Fulano". Y Fulano, lógicamente, se aparta de nosotros como el otro día la chica del ministerio se fue en cuanto vio los chalecos fosforescentes de los enfermeros del Suma.
El caso de John Forbes Nash -el protagonista de "Una mente maravillosa"- desgraciadamente no es el común. Aparte de su inteligencia privilegiada -que sí es frecuente que se dé en los esquizofrénicos- tuvo la inmensa suerte de contar con una compañera admirable, Alicia, que ha sido capaz de estar junto a él durante toda su vida y de hacer compatible, a base de un amor a prueba de bombas, el inextricable mundo de John con este absurdo laberinto por el que nos perdemos todos. Eso sí, con mucho sentido común.