Me importa un bledo la presunta trama de corrupción del PP, ni los trajes que el ganster Paco Correa haya regalado a Camps -ahora entiendo lo de my tailor is rich- se vende barato, al fin y al cabo eran de Milano, ni siquiera hechos a medida. Me importa un bledo que se hayan estado espiando unos a otros, quién sabe con qué intenciones. Me importa un bledo que el ex-ministro Bermejo -y mira que me caía bien- cazase sin licencia y coincidiese casualmente con Garzón escopeta al hombro. Me importan un bledo los seiscientos mil euros que se ha embolsado -presuntamente, por supuesto- el segundo del alcalde de Boadilla del Monte por adjudicar la obra de un macrocomplejo deportivo a una empresa del mismo ganster. Me importa un bledo la pasta que le han encontrado debajo de un ladrillo al alcalde socialista de Alcaucín, que es un señor muy gordo y muy hortera, y que encima sus conciudadanos le aclamaran cuando se le llevaban detenido, por lo visto les ha robado poco. Me importan un bledo las chulerías de Esperanza Aguirre, a pesar de que todas las mañanas se me atraganta la tostada cuando la oigo -es que sale siempre, joder-. Me importa un bledo que Patxi López esté dispuesto a bajarse los pantalones hasta donde le pida el PP con tal de ser lendakari. Me importa un bledo el coche de Touriño, que le ha costado la Xunta aunque es más barato que el que usa Gallardón. Me importan un bledo las fotos de Soraya, que está patética como una monja de clausura que ha hecho un pecadillo y se ha quitado las sandalias. Me dan mucho asco y mucha risa todos estos mamoneos. Casi la única medida política realmente positiva es que Zapatero nos ha recomendado follar con los rusos. A mandar, jefe, para eso estamos.
Y me importa un bledo porque hay un rayo de esperanza. Lo cuenta magistralmente en El Mundo digital un tal Pedro Simón y yo esta noche me voy a la cama un poco más contenta.
Cuadraban las cuentas pero no la vida. Así que un día dejó el sillón de director general de Caja del Mediterráneo y lo cambió por una silla de tijera. Vendió la lujosa casa en el centro de Alicante y se instaló en el Barrio Obrero. Quemó la corbata de seda, porque un nudo se le ponía en la garganta al ver aquellos ojos desleídos por la lluvia y las aceras.
Se llama Miguel Romá. A su mujer, Marinadi, algunos subsaharianos la llaman "mamá África". Hoy conviven con 14 personas venidas de fuera y con la vida hecha astillas. Da vergüenza la pregunta, y el hombre de 68 años que tenemos delante como que se extraña al escucharla.
- ¿Por qué esta forma de vida?
- ¿Cómo? Bueno, sería un crimen no hacerlo.
Pasó que reunió a los hijos adolescentes y se lo dijo: ya no habrá asistenta en el hogar ni dispendios de neón. Y abrió las puertas de aquella nueva casa humilde pero espaciosa, liberadora, donde desde aquel 1994 hasta hoy han pasado hasta 300 inmigrantes con y sin papeles. Que se tientan el alma alrededor de una mesa camilla por si aquello es un sueño.
Desde que hace 15 años echaron a andar con su nueva vida, Miguel y Marinadi han guardado con celo la intimidad de este islote de solidaridad. Sólo han accedido a romperlo ahora, con muchísimos reparos, para levantar una empalizada que guarde a la hospitalidad del asedio que ultima el Gobierno y su estrenado credo: cierra la puerta y echa el cerrojo; retira el felpudo donde pone Bienvenidos y vigila por la mirilla; al clandestino, ni agua... Lo dice el artículo 53.2.c del anteproyecto de Ley de Extranjería, que propone sancionar hasta con 10.000 euros a quien acoja a un inmigrante. Así que nos jugamos el tipo con Miguel y Marinadi, delincuentes a la vista.
"Hasta ahora la solidaridad y el compartir eran considerados valores universales", expone Miguel. "Ahora quieren que sea delito... El Gobierno me ha defraudado. En fin, ¿qué sociedad queremos? ¿Quiénes seremos los delincuentes mañana? Es demencial, demencial".
Entramos a la hora de comer en la morada Solidaridad, donde hay dos perolas (una con cerdo y otra sin él) y conviven juntos Ecuador, Gambia, Colombia, Senegal, Costa de Marfil, Argelia, Perú y Bolivia. En esta patria chica del "pásame la sal", el "por favor" y el "gracias" hay una cocina donde todos recogen y uno se sirve solo, porque en la vida no hay esclavos. En este hogar acrisolado hay un cuarto de estar donde Senegal se está tomando la revancha a las damas frente a la correosa contrincante de Bolivia. En esta revolución sin caudillo hay habitaciones propias, cafelito y cháchara, una despensa como el Carrefour y un patio donde contar estrellas... Hasta 75 se juntaron en Navidad, en una noche que acabó con un improvisado concurso de villancicos por países. Cristo, Mahoma y Buda con la pandereta, tengamos la fiesta en paz.
"Esto no es un hotel", sentencia Miguel. "Esto es una familia. Y las pocas normas que tenemos son las que habría en un hogar. Mucho respeto mutuo, colaborar en todo, nada de borracheras o cosas parecidas".
Miguel, que sabe de préstamos, echa la cuenta del expolio. La mayoría llega con una deuda terrible de su país, con intereses mensuales del 20%, con lo que en medio año ya han duplicado el débito. Y allí están Miguel y Marinadi, estirando sus ahorros, la pensión y ese plus que le dejó la Caja al directivo, mirando cada euro para que les cunda.
"Podríamos vivir lujosamente en un apartamento sobre la playa. Pero vivimos más felices compartiendo. Somos nosotros los que les agradecemos a ellos todo lo que nos dan".
La convivencia solidaria hace saltar cerrojos y enciende velas. En este barrio habitado por personas mayores son los musulmanes de la casa los que acuden a la parroquia del Salvador para disfrazarse y no dejar a los ancianos sin sus Reyes Magos vivientes. Cuando la guerra entre Perú y Ecuador, el peruano y el ecuatoriano eran uña y carne aquí en la casa. Hoy, Día de la Mujer, cocinarán sólo los chicos. Dicen que van a hacer algo parecido a la lasaña.
Del calendario que inauguraron Miguel y Marinadi hace 15 años se guardan fechas como tesoros en los cajones del alma.
Como aquel día en que apareció ella llamando a la puerta, la primera demandante de abrazos, una muñeca que llegó dejándose el aserrín en el umbral de la casa.
Era de Santo Tomé y Príncipe, parecía salida del instituto, traía en brazos un bebé de dos meses y estaba embarazada de miedo.
La cosieron a besos, y con eso casi bastó. Con el tiempo se puso a limpiar casas, a cuidar ancianos y a estudiar, día y noche, como a quien le da una beca la vida.
La chica de Santo Tomé y Príncipe es ahora doctora del centro de salud, y acude con sus chiquillos los fines de semana a visitar a "mamá África" y a comer esa paella que hace Miguel los sábados.
Esa paella que es como un radiante sol y una enorme hostia. Esa paella eterna que comen los hijos y hacen los padres.
Con noticias así ¿qué importa toda la mierda que nos rodea? Otro mundo es posible.
Y me importa un bledo porque hay un rayo de esperanza. Lo cuenta magistralmente en El Mundo digital un tal Pedro Simón y yo esta noche me voy a la cama un poco más contenta.
Cuadraban las cuentas pero no la vida. Así que un día dejó el sillón de director general de Caja del Mediterráneo y lo cambió por una silla de tijera. Vendió la lujosa casa en el centro de Alicante y se instaló en el Barrio Obrero. Quemó la corbata de seda, porque un nudo se le ponía en la garganta al ver aquellos ojos desleídos por la lluvia y las aceras.
Se llama Miguel Romá. A su mujer, Marinadi, algunos subsaharianos la llaman "mamá África". Hoy conviven con 14 personas venidas de fuera y con la vida hecha astillas. Da vergüenza la pregunta, y el hombre de 68 años que tenemos delante como que se extraña al escucharla.
- ¿Por qué esta forma de vida?
- ¿Cómo? Bueno, sería un crimen no hacerlo.
Pasó que reunió a los hijos adolescentes y se lo dijo: ya no habrá asistenta en el hogar ni dispendios de neón. Y abrió las puertas de aquella nueva casa humilde pero espaciosa, liberadora, donde desde aquel 1994 hasta hoy han pasado hasta 300 inmigrantes con y sin papeles. Que se tientan el alma alrededor de una mesa camilla por si aquello es un sueño.
Desde que hace 15 años echaron a andar con su nueva vida, Miguel y Marinadi han guardado con celo la intimidad de este islote de solidaridad. Sólo han accedido a romperlo ahora, con muchísimos reparos, para levantar una empalizada que guarde a la hospitalidad del asedio que ultima el Gobierno y su estrenado credo: cierra la puerta y echa el cerrojo; retira el felpudo donde pone Bienvenidos y vigila por la mirilla; al clandestino, ni agua... Lo dice el artículo 53.2.c del anteproyecto de Ley de Extranjería, que propone sancionar hasta con 10.000 euros a quien acoja a un inmigrante. Así que nos jugamos el tipo con Miguel y Marinadi, delincuentes a la vista.
"Hasta ahora la solidaridad y el compartir eran considerados valores universales", expone Miguel. "Ahora quieren que sea delito... El Gobierno me ha defraudado. En fin, ¿qué sociedad queremos? ¿Quiénes seremos los delincuentes mañana? Es demencial, demencial".
Entramos a la hora de comer en la morada Solidaridad, donde hay dos perolas (una con cerdo y otra sin él) y conviven juntos Ecuador, Gambia, Colombia, Senegal, Costa de Marfil, Argelia, Perú y Bolivia. En esta patria chica del "pásame la sal", el "por favor" y el "gracias" hay una cocina donde todos recogen y uno se sirve solo, porque en la vida no hay esclavos. En este hogar acrisolado hay un cuarto de estar donde Senegal se está tomando la revancha a las damas frente a la correosa contrincante de Bolivia. En esta revolución sin caudillo hay habitaciones propias, cafelito y cháchara, una despensa como el Carrefour y un patio donde contar estrellas... Hasta 75 se juntaron en Navidad, en una noche que acabó con un improvisado concurso de villancicos por países. Cristo, Mahoma y Buda con la pandereta, tengamos la fiesta en paz.
"Esto no es un hotel", sentencia Miguel. "Esto es una familia. Y las pocas normas que tenemos son las que habría en un hogar. Mucho respeto mutuo, colaborar en todo, nada de borracheras o cosas parecidas".
Miguel, que sabe de préstamos, echa la cuenta del expolio. La mayoría llega con una deuda terrible de su país, con intereses mensuales del 20%, con lo que en medio año ya han duplicado el débito. Y allí están Miguel y Marinadi, estirando sus ahorros, la pensión y ese plus que le dejó la Caja al directivo, mirando cada euro para que les cunda.
"Podríamos vivir lujosamente en un apartamento sobre la playa. Pero vivimos más felices compartiendo. Somos nosotros los que les agradecemos a ellos todo lo que nos dan".
La convivencia solidaria hace saltar cerrojos y enciende velas. En este barrio habitado por personas mayores son los musulmanes de la casa los que acuden a la parroquia del Salvador para disfrazarse y no dejar a los ancianos sin sus Reyes Magos vivientes. Cuando la guerra entre Perú y Ecuador, el peruano y el ecuatoriano eran uña y carne aquí en la casa. Hoy, Día de la Mujer, cocinarán sólo los chicos. Dicen que van a hacer algo parecido a la lasaña.
Del calendario que inauguraron Miguel y Marinadi hace 15 años se guardan fechas como tesoros en los cajones del alma.
Como aquel día en que apareció ella llamando a la puerta, la primera demandante de abrazos, una muñeca que llegó dejándose el aserrín en el umbral de la casa.
Era de Santo Tomé y Príncipe, parecía salida del instituto, traía en brazos un bebé de dos meses y estaba embarazada de miedo.
La cosieron a besos, y con eso casi bastó. Con el tiempo se puso a limpiar casas, a cuidar ancianos y a estudiar, día y noche, como a quien le da una beca la vida.
La chica de Santo Tomé y Príncipe es ahora doctora del centro de salud, y acude con sus chiquillos los fines de semana a visitar a "mamá África" y a comer esa paella que hace Miguel los sábados.
Esa paella que es como un radiante sol y una enorme hostia. Esa paella eterna que comen los hijos y hacen los padres.
Con noticias así ¿qué importa toda la mierda que nos rodea? Otro mundo es posible.