
Quizá sea la creencia de que mientras hay vida, hay esperanza, esperanza en otra oportunidad, lo que les ata a la existencia o quizá el miedo a lo desconocido, a lo que pueda haber al otro lado. Porque ni siquiera la promesa católica de una felicidad sin límites en un cielo eterno y en presencia de Dios, resulta demasiado tentadora, ya que ni a los más píos les seduce la idea de la muerte; como mucho, cuando es inevitable, la aceptan y la ofrecen a Dios como el sacrificio supremo. Tal vez no se acaban de fiar o tal vez la eternidad les resulte demasiado larga, incluso en el cielo; es que es mucho, la eternidad. Más seductor parece el paraíso islámico, a juzgar por la cantidad de voluntarios dispuestos a inmolarse, puede que engatusados por la quimera de un harén de bellísimas huríes dedicadas en exclusiva a colmar de placeres sus sentidos.
Pero son los menos; la mayoría prefiere siempre el infierno conocido a todos los inciertos paraisos que prometen las religiones, aunque este infierno obligue a jugarse a diario esa vida tan apreciada. Y, por supuesto, la mayoría prefiere este infierno a la nada absoluta de los no creyentes. Algunos, en su afán de trascendencia, se agarran a la reencarnación -cualquier cosa, antes de aceptar la desaparición definitiva- pero tampoco convence, porque vaya usted a saber en quién o en qué nos reencarnamos, una lotería.
Y es que, no sé; esto es lo que hay y es lo único que tenemos.