Cuando era pequeña quería ser rubia pero la naturaleza me dotó con un pelo negro zaíno que brillaba mucho al sol; también quería cantar muy bien y ser bailarina, sin embargo siempre tuve un oído siniestro incapaz de reproducir la más sencilla armonía y, cuando intentaba bailar el rock, mis piernas y brazos se trababan en unos nudos imposibles y acababa rodando por la pista. Me acuerdo que me encerraba en el cuarto de baño y, mirándome en el espejo, me imaginaba que mi melena negra se volvía dorada de repente y mis ojos se ponían azul turquesa y cantaba y bailaba como Marisol. Yo creo que quería ser Marisol; luego, mucho más tarde, me he enterado de que Marisol no quería ser Marisol sino Pepa Flores, lo que son las cosas.
Ahora ya no quiero ser rubia y en cambio los peluqueros siempre insisten en quitarme este negro zaíno, que me hace muy dura, dicen. Y yo digo que mejor, que a alguien engañaré. Lo malo es que en cuanto me descuido me salen las raíces blancas y asoma la abuela que llevo dentro. Porque ocurre que hoy, 7 de mayo, cumplo sesenta tacos de almanaque.
Y la verdad, no sé muy bien cómo tomármelo. Porque ahora, cuando me miro en el espejo, veo a aquella niña que quería ser rubia y también veo a aquella adolescente tímida, enamoradiza y frágil que quería ser escritora, aunque no fuera rubia. Y veo a la novia del chico más guapo de la pandilla, del más ligón, del más ingeniero y del que mejor cantaba. Veo a aquella chica, poca cosa, que besaba por donde él pisaba y que intentaba ser la que él quería que fuera. En el espejo se sobreponen, una tras otra, las imágenes de todas las mujeres que fui y me pregunto si la que soy ahora guardará todavía algo de aquellas. Porque también aparece la recién casada de veintidós años, niña bien del barrio de Salamanca, que dejó una familia como debe ser y se fue a un monte perdido en las Islas Canarias para emprender la aventura de la vida. Era el año 71 y en aquel monte reseco y polvoriento, con casas desperdigadas aquí y allá, todavía estaban esperando que entraran los nacionales; allí no podía ponerme los modelitos que me había hecho una modista carísima de la calle de Ayala y mi única amiga era la Susita, una vieja desgreñada que me asustó una mañana cuando la vi obsrvándome al otro lado de la ventana, como la bruja de Blancanieves, y la invité a café porque algo me dijo que mejor sería hacerse amiga suya. Desde aquel monte reseco y polvoriento escribía cartas a mi madre diciéndole que vivía en un vergel y que me despertaban los cantos de los pájaros; mientras tanto él trabajaba sin tregua ni descanso en aquella presa inverosímil que algún día se llenaría sólo con agua de lluvia y con las escorrentías que bajaran de más arriba, y anegaría las casitas del valle. Por la noche se asomaba a la ventana a ver si se movía la grúa. En aquel monte reseco y polvoriento, la niña del barrio de Salamanca enseguida vió crecer su vientre y ya no era sólo la Susita su compañía, también hablaba con su niño, al que desde entonces empezó a querer tanto.
En el espejo aparece una madre joven e ilusionada pero también asustada y sola, que quería seguir siendo hija un poco más de tiempo. Y lo que llegó poco después, todo lo que me vino tan grande, tan inesperado, tan absurdo. La perplejidad, las preguntas. E improvisar la vida cada día y vivir a trompicones; salir de cada paso como podía, sin tiempo, sin sabiduría. Me pilló la vida por la espalda. El espejo se empaña un poco con las lágrimas, pero ya no me acuerdo del motivo.
En mis arrugas se esconde todo aquello; y tres o cuatro amores importantes; y tres hijos más. Y Jaime, que se fue. Pero, alrededor de los ojos, también tengo unas arrugas pequeñitas que me han salido de tanto reírme.
Hoy cumplo sesenta años y soy la que soy por todo aquello. Creo que no voy a operarme las arrugas.
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Ahora ya no quiero ser rubia y en cambio los peluqueros siempre insisten en quitarme este negro zaíno, que me hace muy dura, dicen. Y yo digo que mejor, que a alguien engañaré. Lo malo es que en cuanto me descuido me salen las raíces blancas y asoma la abuela que llevo dentro. Porque ocurre que hoy, 7 de mayo, cumplo sesenta tacos de almanaque.
Y la verdad, no sé muy bien cómo tomármelo. Porque ahora, cuando me miro en el espejo, veo a aquella niña que quería ser rubia y también veo a aquella adolescente tímida, enamoradiza y frágil que quería ser escritora, aunque no fuera rubia. Y veo a la novia del chico más guapo de la pandilla, del más ligón, del más ingeniero y del que mejor cantaba. Veo a aquella chica, poca cosa, que besaba por donde él pisaba y que intentaba ser la que él quería que fuera. En el espejo se sobreponen, una tras otra, las imágenes de todas las mujeres que fui y me pregunto si la que soy ahora guardará todavía algo de aquellas. Porque también aparece la recién casada de veintidós años, niña bien del barrio de Salamanca, que dejó una familia como debe ser y se fue a un monte perdido en las Islas Canarias para emprender la aventura de la vida. Era el año 71 y en aquel monte reseco y polvoriento, con casas desperdigadas aquí y allá, todavía estaban esperando que entraran los nacionales; allí no podía ponerme los modelitos que me había hecho una modista carísima de la calle de Ayala y mi única amiga era la Susita, una vieja desgreñada que me asustó una mañana cuando la vi obsrvándome al otro lado de la ventana, como la bruja de Blancanieves, y la invité a café porque algo me dijo que mejor sería hacerse amiga suya. Desde aquel monte reseco y polvoriento escribía cartas a mi madre diciéndole que vivía en un vergel y que me despertaban los cantos de los pájaros; mientras tanto él trabajaba sin tregua ni descanso en aquella presa inverosímil que algún día se llenaría sólo con agua de lluvia y con las escorrentías que bajaran de más arriba, y anegaría las casitas del valle. Por la noche se asomaba a la ventana a ver si se movía la grúa. En aquel monte reseco y polvoriento, la niña del barrio de Salamanca enseguida vió crecer su vientre y ya no era sólo la Susita su compañía, también hablaba con su niño, al que desde entonces empezó a querer tanto.
En el espejo aparece una madre joven e ilusionada pero también asustada y sola, que quería seguir siendo hija un poco más de tiempo. Y lo que llegó poco después, todo lo que me vino tan grande, tan inesperado, tan absurdo. La perplejidad, las preguntas. E improvisar la vida cada día y vivir a trompicones; salir de cada paso como podía, sin tiempo, sin sabiduría. Me pilló la vida por la espalda. El espejo se empaña un poco con las lágrimas, pero ya no me acuerdo del motivo.
En mis arrugas se esconde todo aquello; y tres o cuatro amores importantes; y tres hijos más. Y Jaime, que se fue. Pero, alrededor de los ojos, también tengo unas arrugas pequeñitas que me han salido de tanto reírme.
Hoy cumplo sesenta años y soy la que soy por todo aquello. Creo que no voy a operarme las arrugas.