Con tu ausencia, maestro, nos llevaríamos mal, muy mal, si fuera ausencia. Pero tu palabra siempre será presencia. Tú no mueres, maestro, perteneces a esa memoria que llena nuestro olvido, estás en todos los inventarios de nuestra vida. Y siempre que te vayas de vos mismo te esperaremos en los tres o cuatro puntos cardinales. Hoy te robo tus versos sin miramientos, maestro, sin ponerles comillas ni cursiva, sin el más mínimo respeto a tu propiedad intelectual. Porque tus versos son de todos los que alguna vez quisimos ser poetas y por tu culpa desistimos del empeño. Imposible aspirar a lo más grande cuando ese puesto ya estaba ocupado. Porque, como los suicidas, todos sabemos dónde nos aprieta la incertidumbre.
No he llorado, maestro; mis lágrimas serían de puro vicio, como las del cocodrilo y las del sauce llorón. No he llorado, maestro, porque no te has ido, porque tengo tus versos en mis manos y en la cabecera de mi cama. Y porque siempre podré refugiarme en tu rincón de haikus para que me besen sin rodeos, a quemarropa, o comprarme un tango en el kiosko de adioses del aeropuerto. Mientras tanto veré todo lo que tus ojos me enseñaron a ver; veré cómo los bombardeos siguen remediando para siempre la sed y el hambre de tantos desdichados y lo solitaria que viene la muchedumbre tras el desfile.
No te has ido, maestro. Los demás nos quedamos velando nuestros escombros.