
Al salir le dejo un clavel a Marcos y me voy despacio, respirando el aire del pinar. Siempre el mismo rito. Bajo a los bares y me encuentro a algún conocido: -¿Cómo tú por aquí? -Ya ves, a dar una vuelta. No les digo nada más, yo sé que comentan que estoy un poco loca. Hacerme ciento treinta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta con esa niebla para tomar unas cañas, como si no hubiera bares en Madrid, parece demencial. Aunque también sé que les parecería igual de locura el verdadero motivo y además añadirían un punto de conmiseración: esta pobre, después de tantos años, mira que venir hasta aquí a dejar unas flores y volverse a Madrid. No lo entienden, con lo fácil que es. Seguramente piensan que voy allí a encontrarme con tu espíritu o algo así, como si tu espíritu no estuviera siempre conmigo. Voy por una cuestión estética, como cuando ordenaba tu cuarto. Me gusta que aquello esté limpio y bonito, me horrorizan las que están sucias, polvorientas, con flores resecas de siglos y aspecto de olvido.
No pretendo que nadie me entienda. A mí me gusta hacerlo y punto. Si alguien me acompaña como ayer Chines, mejor que mejor; comemos en Sigüenza charlando de mil cosas y nos volvemos. Y si no, pues sola, solateras; tampoco me importa. Acuérdate de que antes siempre iba con la abuela pero ya no puede, está muy mayor.
Tampoco lloro; o no lloro más que en otro sitio. Si estoy de llorar, lloro allí o en casa, da lo mismo. Y estos días tengo la lágrima fácil, con ese horror que me ha nacido en el alma por lo de Haití. Ya ves, mi niño, hasta para morir hay clases.