lunes, 11 de enero de 2010

MEDIOCRIDAD

El jardincito donde a veces juegan mis nietos parecía un parque de Moscú que alguien hubiera trasladado a mi calle. A las doce y media de la noche bajé, no pude resistirme a pisar la nieve sin estrenar, recién caída, impoluta como un vestido de novia. Iba dejando mis huellas perfectamente dibujadas en la blancura, hollando el manto inmaculado; y era un deleite malsano dar rienda suelta a mi instinto más sádico de violar la virginidad, de destrozar la belleza, como aquel psicópata que entró en el Vaticano armado con un martillo para romper la nariz a la Pietà de Miguel Angel. En el silencio de la noche, oía el crujido helado bajo mis botas y me invadía no sé qué absurda sensación de poder sobre la perfección inalcanzable, el ansia de destruirla para que el mundo siguiera siendo mediocre.

Quizá la mediocridad sea el entorno más cómodo, porque en ella todos los mediocres nos creemos que nuestra cabeza puede sobresalir un poco. Y es que la belleza existe porque existe la fealdad, igual que apreciamos la inteligencia como contrapunto a la estulticia y la bondad como contraste a la vileza. Si todos fuéramos bellos, inteligentes, sabios y bondadosos ¿a quién íbamos a criticar? ¿cómo podríamos entregarnos al placer del regodeo en las miserias ajenas?

He tardado en escribir porque estaba ocupada corrigiendo una novela que, si la tuviera que clasificar en algún género, diría que es de porno-ciencia-ficción; cuatrocientas y pico páginas plagadas de extraterrestres dándole al sexo más duro, que me da vergüenza reproducir aquí algún párrafo, en horario infantil. Bien, pues la he corregido con la misma indiferencia que si se tratara de un manual de electrónica, buscando sinónimos para denominar a los órganos genitales sin repetirme, repartiendo puntos y comas en el lugar exacto del jadeo y signos de exclamación empapados de fluidos diversos; detalles todos que se me antojan innecesarios para un lector que estará demasiado ocupado en sujetar el libro con una sola mano para reparar en esas minucias. Admiro el oficio de este autor, de nombre ignorado por la inmensa mayoría aunque quizá sublime para los amantes del género, que no sé si son muchos. Y le admiro porque hace lo que quiere y no se para en barras ni de tiempo ni de dinero -y yo que se lo agradezco por lo que me ha tocado- en su afán de ver su obra publicada.

Tal vez para salir de la mediocridad sólo haya que tener fe en uno mismo, en lo que hace, aunque sepa que no entra en los cánones de los biempensantes y que lo van a pisotear como yo a la nieve.