No sé por qué amanezco esta mañana
con semejantes ganas de llorar
si no ha ocurrido nada diferente
de anteayer o del miércoles pasado,
si todo está en su sitio aquí, en mi casa,
y fuera el mundo sigue igual de incomprensible
que lo era hace mil años.
Por qué precisamente este domingo,
que brilla el sol y he podido dormir
sin hora que me obligue,
me levanto como si acarreara
sobre mi espalda mil dolores antiguos
y volvieran los muertos de mi vida
a cantarme su réquiem.
Por qué hoy, exactamente ahora,
con el café humeante y las tostadas
y dos días de fiesta por delante
se me vienen encima treinta años
o cuarenta -no sé cuántos siquiera-
a darme la mañana con preguntas
que en su día no supe responderme.
Igual es porque no tengo costumbre
de ser feliz y todo lleva un tiempo:
aprender a vivir sin más desasosiego
que la cruel dimensión que adquiere mi cintura
-apenas sin comerlo ni beberlo-
es duro, cuando una se ha pasado la vida
enseñando los dientes al destino.