Echo de menos la luz al final, hacia donde debo dirigirme. Aunque haya obstáculos y trampas en el camino, pero saber cuál es el objetivo. Ahora no lo sé. Madrugar, pasar unas cuantas horas en un trabajo que no me interesa, cobrar un sueldo a fin de mes que me gasto íntegro en esta supervivencia sin sentido. Y empezar otra vez.
A lo largo de mi vida he tenido etapas mucho más duras que la presente. Y estoy bastante bregada en la lucha por la supervivencia, tanto en el aspecto puramente material como en otros más emocionales. Pero era una lucha que tenía una compensación. Ahora no sé para qué sirve nada de lo que hago. Quizá para vivir la vida de los otros, aunque los otros sean mis hijos, mis nietos, mi madre.
Y lo jodido es que sé que no me puedo quejar. Que soy afortunada, que no tengo que mirar muy lejos para encontrar otras vidas infinitamente peores. Aquí al lado, a la vuelta de mí misma, hay quien tiene que partir de cero, que construirse una vida desde la nada a una edad en la que todo debería estar ya hecho. A una edad en la que todo el mundo debería poderse dedicar a manosear los recuerdos, cómodamente instalado en un presente confortable, con un mínimo de solidez. Y, si acaso, llorar de nostalgia, no de miedo al porvenir. Este párrafo se lo dedico a mi amiga Lola, que no puedo con la culpa por no poderla ayudar.
Está empezando a llover con unas gotas gordas que hacen ruido al golpear en los cristales y se acercan por el norte unos truenos pedregosos. Hoy me voy a cuidar a Jaime y Carmen, para que sus padres puedan disponer de una noche a su antojo, ya sea para dormir o para revivir sus tiempos de pareja sin hijos, tomando copas con los amigos. Aún en el caso improbable de que se porten como personas sensatas y se limiten a tomarse los biberones cada uno a sus horas, respetando las tomas del otro, la nochecita promete. Unos biberones especiales para bebés de bajo peso, cuyo consumo de un mes supone una cifra equivalente al salario mínimo interprofesional y que no están cubiertos por la Seguridad Social. Yo me pregunto cómo sobrevivirán los mellizos faltos de peso que nazcan en una familia sin posibles, cuando su madre -como le ha ocurrido a Ana- no tenga el poderío lácteo necesario para alimentar a dos criaturas. Cada tres horas a Jaime, cada tres horas -otras, no las mismas- a Carmen, les tengo que embutir ese precioso oro líquido y blanco. Un planazo. Veremos si sobrevivo.