Ayer, viendo House, me enteré de lo que era eso. Una enfermedad que hace insensible al dolor a quien la padece.
Ayer, escuchando a las víctimas que declararon en el juicio, volví a enmudecer como hace tres años. Igual que aquella mañana, volví a oír las sirenas, otra vez se me agarró un puño apretándome las vísceras y otra vez las lágrimas me nublaron la vista. Y yo no estuve allí ni perdí a nadie cercano. Yo sólo soy una madrileña más, que iba al trabajo a las ocho menos veinte de la mañana de aquel once de marzo. Sin embargo ayer, los timbres de los móviles -tono, politono- volvieron a resonar en mis oídos, gritando entre los hierros retorcidos.
Ayer, escuchando a las víctimas que declararon en el juicio, volví a enmudecer como hace tres años. Igual que aquella mañana, volví a oír las sirenas, otra vez se me agarró un puño apretándome las vísceras y otra vez las lágrimas me nublaron la vista. Y yo no estuve allí ni perdí a nadie cercano. Yo sólo soy una madrileña más, que iba al trabajo a las ocho menos veinte de la mañana de aquel once de marzo. Sin embargo ayer, los timbres de los móviles -tono, politono- volvieron a resonar en mis oídos, gritando entre los hierros retorcidos.
Un baile de sonánbulos, es la descripción que utilizó Miguel Utrera, un chico de dieciocho años que salió despedido a la otra punta del vagón y que todavía sufre importantes secuelas físicas. De las psíquicas, para qué hablar. Nadie miraba a nadie, todos miraban a la nada. Pronunciaba entrecortadamente, no sólo por la emoción, sino porque ahora su cerebro necesita más tiempo para dar órdenes a su voz y su voz para cumplirlas.
Las personas normales sentimos el dolor; la piel nos avisa si nos quemamos, las náuseas nos encogen el estómago; son síntomas, alarmas que a veces sirven para prevenir males mayores. Pero el que padece CIPA en el alma no puede evitar otros males mucho más dañinos, como el cancer del rencor que invade el organismo entero y genera la mentira, la falta de respeto a las víctimas y la manipulación.