Hoy, gris domingo de resurrección, he resucitado en mi casa con un día por delante de los que me gustan: sin nada que hacer ni reloj que mirar. Debo decir que este año la Semana Santa ha pasado por mí -o yo he transitado por ella- sin apenas enterarme de fervores ni folklores. Muy distinta de la del año pasado, que en Cádiz me sumergí en variopintas procesiones de cigarreras y capuchones. Estos días he estado ayudando a Ana como he podido en su nueva condición de madre a dos bandas, repartiéndose entre Carmen, que cumple su obligación de engordar a plena satisfacción y Jaime, que ahí anda el hombre, aquilatando cada gramo que gana como si de oro se tratara, pues de su peso depende que le den la condicional y vaya a casa a recibir todos los achuchones y besitos que le estamos guardando. A los familiares que no somos sus padres, sólo nos permiten mirarle un cuarto de hora al día, sin alargar nuestras sucias manos a su cuna, no vayamos a infectarle de cariño o algo. Yo lo paso fatal cada vez que voy, me muero de ganas de cogerle en brazos y decirle que aquí está su abuela para lo que guste mandar. Ana tiene los altibajos normales, entre el llanto y la alegría; entre el trasiego que lleva y las secuelas físicas del parto, pero todo marcha bien.
El viernes fui a Sigüenza. Mi amiga Chines tiene una conocida neozelandesa que quiere comprarse una casa en algún lugar de campo próximo a Madrid y había encontrado en internet un anuncio de una que decía que estaba en Bujarrabal, a las afueras de Sigüenza. Me pidió información de la zona y fuimos a verla. Bujarrabal es un pueblito en medio de la nada del campo castellano, que está muy bien para perderse unos días con un amor -ya sea estructural o coyuntural, que diría un amigo mío- pero que para vivir allí tiene más de uno y más de dos inconvenientes, desde los catorce grados bajo cero que puede alcanzar en invierno hasta la ausencia total de una tienda donde comprar lo más indispensable, con lo que Rose, la neozelandesa, lo descartó. Pero yo, que no iba con esos intereses, me estremecí una vez más contemplando la inmensidad de la llanura alfombrada de verde, mezclándose en el horizonte con el gris amenazante de las nubes, y empapándome de silencio, sólo roto a lo lejos por algún tren que nos traía la imagen imprecisa de la civilización.
El viernes fui a Sigüenza. Mi amiga Chines tiene una conocida neozelandesa que quiere comprarse una casa en algún lugar de campo próximo a Madrid y había encontrado en internet un anuncio de una que decía que estaba en Bujarrabal, a las afueras de Sigüenza. Me pidió información de la zona y fuimos a verla. Bujarrabal es un pueblito en medio de la nada del campo castellano, que está muy bien para perderse unos días con un amor -ya sea estructural o coyuntural, que diría un amigo mío- pero que para vivir allí tiene más de uno y más de dos inconvenientes, desde los catorce grados bajo cero que puede alcanzar en invierno hasta la ausencia total de una tienda donde comprar lo más indispensable, con lo que Rose, la neozelandesa, lo descartó. Pero yo, que no iba con esos intereses, me estremecí una vez más contemplando la inmensidad de la llanura alfombrada de verde, mezclándose en el horizonte con el gris amenazante de las nubes, y empapándome de silencio, sólo roto a lo lejos por algún tren que nos traía la imagen imprecisa de la civilización.
Comimos un menú impropio del Viernes Santo, en Saúca, pueblo mucho más famoso por los huevos fritos con lomo de olla de El Goyo que por el mágnífico claustro románico de su iglesia, uno de los muchísimos tesoros desconocidos que esconde nuestra geografía más rural. No sé si somos conscientes de tanta maravilla.
Siguenza, en cambio, estaba insoportable, tomada al asalto por el turismo, atestada de gentes vociferantes; los "armaos" andaban por allí de copas con su traje procesional y en los bares no cabía un alma. Saludos rápidos a algunos conocidos y visita al casco antiguo, castillo y catedral, para enseñárselo a mis acompañantes. Pero no era mi Sigüenza, austera y señorial. La multitud, cámara en ristre, que profanaba las Travesañas, despertó mis odios más ancestrales, como si toda esa gente hubiera penetrado en mi casa sin permiso. La explanada del Castillo era un mar metálico, abigarrado de coches. Hice una foto a las almenas y le dije adiós, amigo, vendré en otro momento, cuando nos dejen a solas.