domingo, 4 de noviembre de 2007

NOVIEMBRE

Sigüenza en noviembre es un regalo. La alameda brilla con un sol acogedor y está muy elegante con sus galas de otoño. Los chopos se han vestido de amarillo intenso, los álamos han elegido un tono ocre y las hojas palmípedas de los castaños de indias están ribeteadas de color tabaco. Los árboles dejan caer sus ropas al suelo despacio, como los amantes. Estaba Sara con los niños. Marcos se columpiaba con sus pelos tiesos y Paloma presumía con su hermana en brazos. Almudena, toda de blanco, se parecía a un muñeco que yo tenía de pequeña que, no sé por qué, se llamaba Pedro.

Había mucha gente en el cementerio por eso de la fecha. Me gusta cuando está silencioso y vacío pero el día ha amanecido precioso y he venido con Almu. He llevado a Jaime unas flores blancas y redondas como merengues. Sé que él no está aquí, pero yo coloco las flores al lado de su nombre mientras me llega desde el pinar el susurro de un viento suave y, de vez en cuando, el graznido de un grajo. Hago como que me mira y me sonríe. A lo mejor me mira desde quién sabe dónde y a lo mejor sonríe de ver a su madre poniendo flores sobre una losa.
Almu y yo hemos dado un paseo por el pinar; asomadas al barranco, las dos nos hemos quedado calladas y eso es algo insólito tratándose de Almu que parlotea sin cesar. Me alegra ver cómo ha renacido mi amiga de sus propias cenizas y su capacidad para transmitirme su buen rollo y sus ganas de vivir. Entre la masa verde sobresalen algunas lucecitas amarillas, restos de hojas que aún quedan en lo más alto de los chopos y el cielo está pintado de un azul inverosímil, hasta un poco cursi. He pensado que la belleza hay que compartirla con quien se ama, que esta inmensidad verde salpicada de amarillo la abarcan mejor dos pares de ojos. Y una, que está mayor y ya no pide demasiado, se conforma con tener a quien echar de menos.

Luego, en los bares nos hemos encontrado a algunos conocidos; hay gente que parece que se siente en la obligación de decir alguna parida y casi sería mejor que no dijera nada, pero bueno, forma parte del programa...Los restaurantes estaban a tope y nos hemos sentado a comer cerca de las cuatro. Daba igual, no teníamos ninguna prisa y hemos comido despacio y disfrutando.

Anochece enseguida. Por la tarde hacía fresco y en Barbatona, el último sol, se escondía entre los pinos, lamía las copas redondas y se recogía en la fachada de la ermita. Daban ganas de abrazar a alguien pero, aunque quiero mucho a Almu que se estaba quedando frita en el coche, no es mi tipo. Así es la vida.

Hemos vuelto a Sigüenza persiguiendo unos jirones de nubes rosas, pero se nos han escapado.