domingo, 30 de marzo de 2008

GIN-TONIC

Nos han robado una hora de sueño, dicen que para que nos dure más la luz natural. Y es verdad, son las siete y cuarto de la tarde y llueve igual que si fueran las cinco, con unas nubes muy negras bordeadas de luz blanca. Las gotas golpean a ráfagas diagonales en mi cristal y luego se escurren despacio dejando puntitos brillantes, con una brizna de sol por dentro.

Me duele el cuerpo de tanto vaguear y tanto echar de menos; he puesto una música cualquiera, baladas en inglés que no entiendo bien la letra, que acarician el alma cuando no hay caricias para el cuerpo.

Esta mañana hacía un sol engañoso, con un vientecillo frío y traicionero. He ido con un amigo a ver las joyas inverosímiles del museo Lázaro Galdeano, inverosímiles sobre todo porque pertenecieron a un señor. Viéndo toda aquella riqueza y las fotos de esa familia y su modo de vivir, decía mi amigo que eso ya no volverá y que es una pena, que la vida ahora es una ordinariez. Pues sí, seguramente es una pena para los que vivían así, pobres, se me parte el corazón. Al salir del museo hemos ido a tomar una caña a un bar muy fino del barrio de Salamanca, atendido por unos camareros tremendamente eficaces, no obstante su condición de sudacas. He pensado preguntarles si les daba pena que se hubiera perdido esa manera de vivir, que se hubiera perdido sin que ellos -que son unos materialistas y no piensan más que en sobrevivir- se hubieran enterado de que alguna vez, en alguna parte, había existido. Pero era una demagogia demasiado fácil.

Luego hemos hablado de las ventajas de tener la edad que tenemos, porque parece ser que nos queda lo mejor. Mal que bien, ya hemos hecho los deberes y ahora somos libres. ¡Ja! La carcajada me ha salido del fondo de las tripas, no lo he podido evitar. Yo quiero mucho a mis hijos, a mis nietos, a mi madre y creo que he dado cumplida cuenta de ello en este blog y no voy a volver ahora a desmenuzar las emociones de todo tipo que me provocan. Pero creo que tengo derecho a un trocito de vida propia y a veces no soy capaz de defenderlo. Me dejo invadir mi espacio sin oponer demasiada resistencia. El resultado es que son las ocho y veinte y oigo, más que escucho, una música cualquiera; ha acabado el disco y he pulsado play sin cambiarlo; ya no llueve. En mi calle brillan gotitas en las hojas nuevas de los árboles bajo el último sol de la tarde. Y yo voy por el segundo gin-tonic; total, no tengo que conducir.