El 20 de noviembre de 2008 escribí un post de nombre EL AMOR, ESE OBJETO TAN FRAGIL, en el que hablaba de cómo mantener el difícil equilibrio entre la pasión y la rutina en el ámbito de una convivencia continuada, no en el de una relación fija pero discontinua en la que todo es excepcional y sólo se comparten momentos que esa excepcionalidad transforma en magníficos, produciendo en los componentes de la pareja una prodigiosa sensación de plenitud y al mismo tiempo de ligereza, más aún si existe un punto de clandestinidad.
Cada vez me encuentro más gente, de cualquier edad, tanto hombres como mujeres -la española por fin ha aprendido que también es posible besar de mentira e incluso que le puede interesar besar por frivolidad- que eligen libremente este modelo de pareja; que no quieren asumir las servidumbres que inevitablemente conlleva una convivencia civilizada, por muy "liberados" que sean: tener en cuenta al otro a la hora de volver a casa, dar una mínima explicación por una tardanza, pensar en sus preferencias de ocio a veces distintas de las nuestras, en fin, pequeñas o grandes renuncias que no existen o existen en mucha menor medida cuando no se vive bajo el mismo techo. Y es incuestionable que ese sistema tiene muchas ventajas porque los amantes sólo están juntos cuando quieren, con lo que se ahorran malos humores, caras largas, silencios tensos, reproches que el que los recibe siempre considera injustos y, en cambio, disfrutan al máximo la parte buena del asunto: el sexo es una fiesta, precisamente por no ser cotidiano; todo es buscar el gusto al otro, hacerle el guiso más exquisito, llevarle al mejor espectáculo, prepararle el ambiente más grato, con la música más seductora, el vino más elegante y, a ser posible, una chimenea con brasas crepitando. Y todo ello con la mejor cara de cada uno, recién duchados y con sus problemas guardados en un cajón que únicamente abrirán cuando regresen a esa soledad elegida que, precisamente por eso, también es un gozo. Perfecto ¿quién da más?
Sin embargo a mí me queda la duda de si el grado de implicación en la vida del otro es igual de profundo, aunque tampoco estoy segura de que sea conveniente tanta implicación -sobre todo cuando se trata de segundas parejas en las que ambos arrastran un equipaje anterior difícilmente compartible- o si es preferible mantenerse al margen, pasar bordeando según qué charcos y encerrarse los dos en un bunker, una especie de isla para ellos solos a la que no pueda acceder ningún barco que traiga carga de pasado. Suponiendo, claro, que ese espacio fuera posible; porque lo cierto es que en lo más profundo de la verdad de nuestra existencia estamos solos y es muy difícil que el otro -o la otra- pueda meterse en nuestro pellejo y comprender nuestros motivos con absoluta objetividad, despojándose del protagonismo del que todos en algún momento nos creemos merecedores. Ya digo, no sé qué es lo mejor; supongo que cada cual tendrá su fórmula; son sólo preguntas.
Pero también es muy satisfactorio superar los escollos de la convivencia, agitar el soplillo hasta arrancar una chispa en lo que parecían sólo pavesas apagadas y deleitarse en esas llamas que crecen de nuevo, contra todo pronóstico.