
...y no quiero engañarte pero hay veces
que he llegado a reír por pequeñeces
decía en un poema que le dediqué hace muchos años. Creo que, a pesar de mi agnosticismo, se me grabó en la conciencia más de lo que yo quisiera esa cosa del valle de lágrimas. Rizando el rizo, en ocasiones me siento culpable de no sentirme culpable, y ya metida en un tirabuzón infinito me siento culpable de sentirme culpable.
Lo del valle en cuestión es muy terrible y me niego a aceptar ese destino. No sé si tengo derecho a ser medianamente feliz pero sí creo que tengo el deber de intentarlo -aunque por el camino deje algunos daños colaterales- y el sentimiento de culpa es un lastre demasiado pesado en ese empeño. A lo mejor el secreto está en ser consciente de mis limitaciones y asumir que puedo con menos de lo que creo; así, haciendo lo mismo, tendría la percepción de estar rindiendo al máximo de mis posibilidades, de que uno llega hasta donde llega, en lugar de creerme ilimitada en energía y en tiempo y, por lo tanto, quedarme siempre corta.
La culpa es una carga difícil de manejar; a veces he oído decir que sólo hay que hacer aquello que nos pida el cuerpo, que actuar de determinada manera forzado por el sentimiento de culpa o por quedar bien no sirve para nada; no sé si estoy de acuerdo. Creo que si me dejara llevar por mi cuerpo, cumpliría aún menos de lo que cumplo, porque mi cuerpo tiende a la pereza con demasiada frecuencia y me sería fácil encontrar escusas para tirarme en el sofá a mirar al techo. Pero entre eso y dejarse comer el terreno hasta la asfixia y encima sentirse mal, hay un discreto término medio.