No hubo hielo en la noche
más fría del invierno.
Humo, copas y risas,
para hablar de la vida y de la muerte
sin orden ni concierto
y aprender
que ni siquiera la tristeza es triste.
Poner rostro y mirada a la palabra
sin corrección de estilo;
escucharla en voz alta,
por una vez,
sin ajustarse a métrica.
Envolver en alcohol
de cualquier bar sin nombre
un pacto de amistad premonitoria
de tres mil noches más o menos frías.
Entender que, afortunadamente,
nadie es perfecto
pero es sencillo amar la diferencia.