Hoy he sentido el aliento de la muerte soplando otra vez sobre mi familia. Un acontecimiento gozoso ha estado en un tris de convertirse en una tragedia. Mi sobrina María esta madrugada ha tenido su primer hijo; primer nieto de mi hermano, cuarto bisnieto de mi madre, alegría completa.
Embarazo perfecto, parto normal, hermoso niño de tres kilos y pico. Todo estupendo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se le ha presentado una hemorragia. Alarma, carreras, actividad frenética. Por fin dicen los médicos que la hemorragia está controlada. Parece que pasó el susto.
A las diez de la mañana, mi madre me da la noticia del nacimiento del niño y me cuenta esto como un pequeño susto que ya está solucionado. Llamo a mi hermano -que vive fuera- enhorabuena, parabienes, besos telefónicos. Llamo a mi cuñada que estaba con su hija en el hospital. De nuevo enhorabuena, parabienes, besos telefónicos. Me dice te tengo que colgar, que María no se encuentra bien, está blanca como el papel. Bueno, bueno, luego hablamos.
Cinco minutos más tarde me llama Marta, temblándole la voz: mamá, María está en parada cardiorrespiratoria.
Cuando mi cuñada me cortó la conversación, levantó la sábana de María y se encontró un río de sangre hasta el suelo; por él se iba la vida de su hija a toda máquina.
Pierde la consciencia. Masaje cardiaco, respiración asistida, transfusiones, todas las barreras para detener a la muerte. La muerte que, por lo visto, acecha agazapada detrás de la alegría.
Mientras, el niño dormía plácidamente en su cunita, ajeno a todo. Ajeno a que su madre estaba a punto de dejarle aquí solo, en este lugar extraño al que acababa de llegar.
Y el padre de María, es decir, mi hermano el magistrado, ignorante de lo que ocurría, se ponía la toga y entraba a un juicio.
Parece que ya ha pasado todo. Todavía estoy estremecida.
Embarazo perfecto, parto normal, hermoso niño de tres kilos y pico. Todo estupendo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se le ha presentado una hemorragia. Alarma, carreras, actividad frenética. Por fin dicen los médicos que la hemorragia está controlada. Parece que pasó el susto.
A las diez de la mañana, mi madre me da la noticia del nacimiento del niño y me cuenta esto como un pequeño susto que ya está solucionado. Llamo a mi hermano -que vive fuera- enhorabuena, parabienes, besos telefónicos. Llamo a mi cuñada que estaba con su hija en el hospital. De nuevo enhorabuena, parabienes, besos telefónicos. Me dice te tengo que colgar, que María no se encuentra bien, está blanca como el papel. Bueno, bueno, luego hablamos.
Cinco minutos más tarde me llama Marta, temblándole la voz: mamá, María está en parada cardiorrespiratoria.
Cuando mi cuñada me cortó la conversación, levantó la sábana de María y se encontró un río de sangre hasta el suelo; por él se iba la vida de su hija a toda máquina.
Pierde la consciencia. Masaje cardiaco, respiración asistida, transfusiones, todas las barreras para detener a la muerte. La muerte que, por lo visto, acecha agazapada detrás de la alegría.
Mientras, el niño dormía plácidamente en su cunita, ajeno a todo. Ajeno a que su madre estaba a punto de dejarle aquí solo, en este lugar extraño al que acababa de llegar.
Y el padre de María, es decir, mi hermano el magistrado, ignorante de lo que ocurría, se ponía la toga y entraba a un juicio.
Parece que ya ha pasado todo. Todavía estoy estremecida.