viernes, 2 de febrero de 2007

LOS TOMATES

Este edificio tan luminoso, con las paredes de cristal, es la sede del Banco Mundial, en Washington. En él y en las más de cien oficinas que tiene repartidas por distintos paises, diez mil y pico empleados se afanan en luchar contra la pobreza en el mundo. Para tan noble causa, El Banco Mundial no se para en barras, y ayuda a que los países ricos instalen sus industrias más contaminantes en los países que tratan de incorporarse al desarrollo y, de paso, a que se quiten de en medio sus residuos tóxicos exportándolos a otras tierras que bastante tienen con sobrevivir.

La benefactora institución ha financiado proyectos causantes de daños medioambientales incalculables, como la presa Sardar Sarovar, en la India, que obligó a doscientas y pico mil personas a abandonar sus casa y trasladarse a otros lugares donde todavía no habían llegado las molestias del desarrollo, pero tampoco el agua potable ni la electricidad; o como las minas a cielo abierto de Singrauli, también en la India donde, como es sabido, sobran los alimentos; estas minas contaminaron las cosechas y acabaron con los peces, que murieron en el agua envenenada de los ríos.

En su afán de acabar con la injusticia social y la miseria, el Banco Mundial financió la deforestación de un pedacito -equivalente en extensión a Gran Bretaña- de la selva tropical en Brasil, para urbanizarlo.

Y, en fin, movido por los mismos intereses altruistas y humanitarios concedió préstamos a gobiernos tan democráticos y tan respetuosos con los derechos humanos como los de Chile, Uruguay o Argentina de los años 70 y 80.

Bien, pues el nunca suficientemente alabado Banco Mundial lo preside un señor, que se llama Paul Wolfowitz que fue Subsecretario de Defensa en Estados Unidos, es decir, el segundo de a bordo de Donald Rumsfeld. Este buen señor, que tiene costumbres higiénicas como las de los gatos y se atusa la cabellera echando un salivazo en el peine, hace unos días fue a Turquía, un viaje en el ejercicio de su cargo.

Cuentan que Truquía atesora innumerables maravillas, entre ellas la mezquita de Selim, en Edirne. Estos musulmanes son muy suyos, tienen costumbres ancestrales pero, oye, donde fueres haz lo que vieres y si hay que descalzarse para entrar en la mezquita, se descalza uno y en paz, que ahora lo que se lleva es la Alianza de Civilizaciones.

Aquella mañana MR Wolfowitz se levantó tarde, iba con prisa. Así que se lavó a lo gato y se puso un traje azul con brillo en las rodillas y sin raya en el pantalón; el botón de la americana le tiraba un poco. Sin mirar cogió de la maleta unos calcetines enrollados en bola, se los puso y, doblando un poco la punta, introdujo los pies en los zapatos. Tampoco estaban muy brillantes, esa es la verdad, pero ya no tenía tiempo de llamar al limpia.

El chofer le esperaba a la puerta del hotel. Frente a ellos, la mezquita de Selim elevaba sus torres al cielo. Se parecían a los misiles Scud y Tomahwk apuntando a Bagdad y, por un instante, pasaron por su mente aquellos tiempos felices junto a Donald, provocándole un estremecimiento de ternura.

Aún conservaba en la retina la emoción de esa imagen, cuando el coche paró justo delante del templo. Periodistas gráficos de todo el mundo le esperaban con sus cámaras al pie de la escalinata. La gloria que no había alcanzado en la guerra estaba ahí, al alcance de su mano. Casi podía tocarla.

Antes de entrar se quitó los zapatos, como mandan las normas musulmanas.

Fué entonces cuando todos los desheredados de la tierra pudieron contemplar los tomates de los calcetines de Paul Wofowitz, Presidente del Banco Mundial.