Me recorre por dentro un miedo incierto. El miedo a refugiarme en un exilio interior, en un diálgo silencioso conmigo misma. Es curioso como puede cambiar en un instante la percepción que tenemos unos de otros o la imagen que forjamos de los demás, creyendo que son un reflejo de nosotros. Una diferencia de opinión puede hacer que pasemos de una afinidad casi absoluta y, por lo tanto, de dar a alguien un apoyo poco menos que incondicional -si es como yo, es estupendo- a un rechazo visceral -si no es como yo, es un impresentable- y a negarle la más mínima valía. A partir del momento en que descubrimos que es distinto, nos sentimos con derecho a juzgarle, a criticarle, a ponerle a prueba, a hacerle bromitas para ver como reacciona utilizando datos que poseemos, precisamente, porque un día nos dió su confianza. Es decir, a abusar de esa confianza.
Sin embargo, ese rojo de mierda -o ese facha cavernícola- es el mismo que ayer sin ir más lejos, nos hizo vibrar, reír, emocionarnos, poniendo el dedo en unas llagas muy parecidas a las nuestras. Siempre lo digo, no somos tan distintos.
En casa de Ana ya todo está dispuesto. El armario de los niños es una esperanza primorosa, levemente cursi. Me emocioné mirando las dos cunitas vacías como dos ilusiones paralelas; una azul, otra rosa; dos ositos de peluche diminutos -uno azul, otro rosa- ocupaban el lugar de Jaime y Carmen. Casi me parecía percibir ese olor dulzón mezcla de leche, polvos de talco, sudor de niño y colonia; el olor de la vida que empieza. El olor de la vida deseada.
Ella es ahora la hermosa imagen de la desproporción. Delgadas las piernas, finas las facciones, su vientre crece, sin prisa pero cada vez con menos pausa, al mismo ritmo imparable que crecen los niños. Es la escultura viviente de la maternidad.
Sigue siendo presumida -genio y figura- e intenta conservar sus maneras; pero el peso le traiciona y sus andares, antes ligeros y rápidos, se han vuelto lentos y, acaso, un poco torpes.
Hoy quiero regalarles a Jesús y a ella este poema de José Pedroni que tan bien recitaba Jorge Cafrune, dejando muda la guitarra:
Mujer, en un silencio que me sabrá a ternura
durante nueve lunas crecerá tu cintura
y en el mes de la siega tendrás color de espiga
vestirás simplemente y andarás con fatiga.
El hueco de tu almohada tendrá un olor a nido
y a vino derramado en nuestro mantel tendido.
Si mi mano te toca tu voz, con la vergüenza,
se romperá en tu boca lo mismo que una copa.
Tu cuerpo todo entero como un vaso rajado
que pierde un agua limpia; tu mirada, un rocío;
tu sonrisa, la sombra de un pájaro en el río.
Y un día, un dulce día, quizás un día de fiesta
para el hombre de pala y la mujer de cesta;
el día en que las madres y las recién casadas
vienen por los caminos a las misas cantadas
y el cargador no carga y el pescador no pesca,
quizás yo esté de viaje.
Un día, un dulce día, con manso sufrimiento
te romperás cargada como una rama al viento
y será el regocijo de besarte en las manos
y de hallar en el (los) hijo (s) tu misma frente simple,
tu boca, tu mirada y un poco de mis ojos.
Un poco...casi nada.