Llevo todo el día sumergida en una modorra espesa, sólo interrumpida por una tos pertinaz, de perro acatarrado. El miércoles tenía un poco de fiebre -38, lo que a mí, que nunca paso de 36'2 me supone una sensación próxima a la agonía- y sentía la piel eléctrica; no he ido a trabajar ni ayer ni hoy. Es la primera vez en muchos años que falto al trabajo por enfermedad, sin contar la operación de este verano. Y es que ni el dinero ni el amor se me dan demasiado bien, pero la salud, de cine, oyes. Y he descubierto que me gusta eso de echarle un poco de cuento a la vida. Es placentera esta situación de indolencia -de la cama al sofá, del sofá a la cama- ahora cojo un libro, luego pongo música, por momentos dejo que el pensamiento se vaya a su bola sin orden ni concierto, por extrañas rutas sin salida, como esos laberintos que hay que seguir con un lápiz hasta llegar al tesoro.
Y nunca llego a ninguna parte. Creo que para llegar a alguna parte es necesario el otro. Pero muchas veces el otro está recorriendo su propio laberinto y, cada uno por nuestro lado, nos encontramos con el muro insalvable de la incomunicación. Hasta con los amigos íntimos -o quizá más con ellos- nos reservamos una parcela secreta. Y no es por pudor, ni por miedo a la censura; es porque intuimos que sería perder el tiempo. Algo nos dice que el otro nos va a escuchar sólo hasta cierto punto, que en un momento dado el diálogo se va a convertir en dos monólogos, cada loco con su tema.
No sé si soy muy rara o si me explico mal pero con frecuencia me ocurre que intento compartir un rábano y al otro sólo le interesan las hojas. Y me contesta cosas que nada tienen que ver con lo que estoy intentando transmitir. Me contesta, como dice Millás hoy, que cielos parcialmente nubosos con posibilidad de precipitaciones. Entonces decido enmudecer.
Sola en casa dos días; es el momento de revolver en los rincones de la memoria, de hojear -y ojear- libros viejos, como una recopilación de Hermano Lobo que me ha transportado a cuando entonces. Me he reído con chistes como éste -no sé si se puede leer bien, pero no me he podido resistir a ponerlo- y también me ha entrado un poco de nostalgia reviviendo un tiempo que no nos gustaba pero que estaba lleno de promesas. ¡Por los clavos de Cristo -como diría Cock- qué nos ha pasado! ¡Quién nos habrá robado todos los meses de abril que nos debían!
Llueve; sopla un viento malhumorado y ruidoso. Me siento afortunada de tener esta casa calentita y cómoda y de no necesitar poner un pie en la calle. Me gustan estas horas lentas y un poco aburridas, de ropa ancha y calcetines.
La vida no está tan mal, después de todo.