sábado, 24 de febrero de 2007

ABUELAS

La vida ha pasado muy deprisa y a muchas mujeres de mi generación, que fuimos madres muy jóvenes, la condición de abuelas nos ha pillado con el pie cambiado. Quiero decir que somos unas abuelas un poco atípicas, algo distintas a la imagen tradicional.

Yo comparo mis veintipocos años con las chavalas que ahora tienen esa edad y tenemos muy poco que ver. Ni mejores ni peores, diferentes. Es indudable que la vida nos va modelando a su antojo y el carácter, las actitudes, la personalidad, no dependen de la edad que se tenga sino de las cosas que nos pasan. Y si adquirimos la responsabilidad de ser madre y de manejar una casa, una economía, una pareja y una familia nos pasan más cosas que si no la adquirimos. O, al menos, las cosas que nos pasan son más trascendentes. Eso, en el caso de que todo transcurra felizmente y sin grandes sobresaltos, sin entrar en las que hemos tenido que afrontar situaciones muy duras a una edad en la que, en estos tiempos, el problema más importante que tienen las chicas es una asignatura que se les resiste.

Fuimos saliendo como pudimos de las trampas que nos puso la vida, muchas veces solas, lejos del entorno protector de nuestras madres; a trompicones, sin apenas resuello para reflexionar, de forma instintiva. Y casi sin tiempo para soñar en las cosas que sueñan las chicas de esa edad.

En aquellas circunstancias, los consejos de las abuelas cuando tuvimos hijos, eran un lujazo que seguíamos a rajatabla. Y era un lujazo ir a su casa a sentirnos hijas, a que nos protegieran, a que nos ayudaran en la ingente tarea de ser madres.

Así, casi sin darnos cuenta, nuestros hijos se hicieron hombres y mujeres y tuvieron sus propios hijos. Nos hicieron abuelas en un pispás. Entonces llegó el momento de mirarnos al espejo, al del cuerpo y al del alma. El del cuerpo nos dice –modestamente- que estamos estupendas. Que esta vida de locos que hemos llevado tiene la ventaja de que nos ha obligado a mantenernos jóvenes. Que no hemos engordado y nos sientan bien los mismos vaqueros que a nuestras hijas; que llevamos el pelo estiloso, que a las ocho de la mañana estamos en la calle como un pincel, con el ojo pintado.

Y el del alma nos dice que en aquella vorágine de improvisación que fue nuestra juventud, nos quedaron pendientes muchas asignaturas. Y ahora queremos aprobarlas. Unas quieren viajar; otras, emprender o retomar esos estudios que no pudieron empezar o que dejaron a medias; otras, observar un mundo inmenso, que entonces se reducía a las cuatro paredes de su casa, y recabar datos para formarse una opinión propia. Leer todos esos libros que no leímos entonces, visitar los museos que no vimos, contemplar un cielo estrellado o un amanecer. Además, algunas –más de las que parece- tenemos ganas de un poco de frivolidad; de conocer gente, de salir y divertirnos hasta el amanecer, aunque al día siguiente las ojeras nos lleguen a las rodillas y nos duela la cintura de bailar. Si somos jóvenes para madrugar y trabajar ocho horas, también lo seremos para irnos de marcha. Y a muchas –también a más de las que parece- les encantaría enamorarse, disfrutar una relación adulta y compartir el capital de su madurez; regalar a alguien la sabiduría de su cuerpo y de su alma.

En estas condiciones nos hacen abuelas. Sólo que ahora nuestros hijos, nuestras hijas, lo saben todo. No necesitan nuestros consejos ni nuestra experiencia. Han leído muchos libros y tienen internet. Y las abuelas somos unas señoras, un poco pesadas, que no tenemos ni idea de qué hacer con los niños. Es un milagro que ellos hayan sobrevivido en nuestras manos.

He hablado con amigas mías y casi todas dicen lo mismo. No somos necesarias; tenemos que llamar –casi pedir audiencia- para ir a su casa. Y si es un momento inoportuno, no cogen el teléfono y se quedan más anchos que largos. Si su madre se preocupa es que es una histérica. En eso tienen razón, porque cuando pasa algo malo nos llaman enseguida. A veces condescienden a dejarnos a los niños, dándonos instrucciones por escrito. Una vez mi hijo me enseñó a fregar un biberón en tres pasos, mientras yo le miraba y asentía con cara de idiota. Y, de vez en cuando, se dignan a venir a nuestra casa a comer. Y nos sentimos afortunadas de venir de Carrefour cargadas como mulas, madrugar un sábado o un domingo para prepararles su plato favorito, sacar un mantel, poner la mesa con la vajilla de las fiestas, llenar dos lavaplatos y, cuando se van, buscar por los rincones las tres mil piezas de lego, dos puzles, y una caja de ceras de colores que han quedado esparcidos por la casa. Sin contar con el pegote de galleta espachurrada en el sofá.

Si no llamáramos nosotras, podrían pasar semanas sin hablar siquiera por teléfono. Yo he encargado a mis amigos que pongan mi esquela en todos los periódicos cuando llegue el momento, tengo hijos de todas las ideologías.

Así y todo, vamos a verlos todas las semanas, porque no queremos que nuestros nietos salgan corriendo cuando ven a esa señora que dice que es su abuela. Los vamos a buscar al colegio, los bañamos y les damos la cena.

Y, cuando por la noche volvemos a nuestro solitario refugio, del que hemos salido a las ocho de la mañana hechas un brazo de mar y con el ojo pintado, hemos trabajado ocho horas, nos hemos tragado catorce kilómetros de atasco de ida y otros catorce de vuelta para ir a verlos, al tirarnos en el sofá y quitarnos los zapatos, sentimos un leve, levísimo apretón de soledad encima del estómago. Pero paseamos la vista por la casa, todo en orden, escuchamos el silencio y, para colmo, aspiramos el perfume de la gardenia que ha florecido en el salón. Y pensamos que...bueno, pues eso.