sábado, 11 de agosto de 2007

EL PROPIO JARDÍN

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma, y uno aprende que el amor no significa acostarse y una compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender...

Que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos, y uno aprende a construir todos sus caminos en el hoy, porque el terreno de mañana es demasiado inseguro para planes... y los futuros tienen una forma de caerse en la mitad...

Y después de un tiempo uno aprende que, si es demasiado, hasta el calor del sol quema.

Así que uno planta su propio jardín y decora su propia alma, en lugar de esperar a que alguien le traiga flores.

Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno realmente es fuerte, que uno realmente vale, y uno aprende y aprende... y con cada día uno aprende.

Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia vivida con cada persona es irrepetible.

Con el tiempo aprendes a construir todos tus caminos en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado incierto para hacer planes.

Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese instante.

Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba, ya no tiene ningún sentido.

Desafortunadamente, solo con el tiempo...
(Jorge Luis Borges)

En Sigüenza hay veces en que mi condición de solateras adquiere su verdadera dimensión. Porque es la soledad sin recursos: sin mi sofá, sin mi espacio, sin mis libros, sin mi ordenador, sin mi música; en una casa que respira provisionalidad por cada rincón, en la que siento que estoy violando la intimidad de Jesús y Sara, espectadora de una cotidianeidad, con sus luces y sus sombras, que no me interesa y que seguramente valoro de forma equivocada. En la calle es una soledad en medio de una masa de rostros conocidos, de besos mecánicos, de saludos de pura fórmula -cuándo has venido, hasta cuándo te quedas, ¡qué nietos más ricos, enhorabuena!- para luego quedarme perdida en el murmullo, en el silencio ensordecedor de las conversaciones ajenas.

Las dos primeras semanas fueron estupendas. Juanra, Arturo y yo lo pasamos muy bien sin hacer nada especial, sólo estando juntos, charlando y paseando por lugares bellísimos, donde el campo y los pueblos de Castilla ensanchan el alma, y rematando la tarde con apetitosos tentempiés. Pero se han ido. Primero Juanra y a los tres o cuatro días Arturo. Y ya digo, me he quedado más tirada que una colilla. Gracias a que tengo un lujazo de madre que, a sus ochenta y cinco años, es mucho más inteligente y mucho más interesante que el noventa por ciento de la gente con la que me trato.

Por la mañana levanto la persiana de mi cuarto y me quedo extasiada viendo el convento de las Ursulinas detrás de los árboles de la placita con los montes al fondo. Y pienso que es un privilegio poder contemplar esa maravilla, todavía medio dormida. Desayuno con mis hijos y mis nietos -Almudena cumple con su deber de engordar a la perfección- y guiso para todos, yo, que estoy acostumbrada a vivir sola y a comer a salto de mata. Pero parece ser que esto de la cocina no se olvida, como montar en bici. Luego me voy a la piscina, si tengo g
anas y el tiempo lo permite, que no siempre.

También es un pequeño placer irme con Marcos y Paloma a hacer fotos a los campos de girasoles y explicarles que dan vueltas y que se ponen de espaldas al sol -o de frente, no sé- y que todavía no tienen pipas, que las que venden en los carritos de la Alameda son las del año pasado. O al pinar, a enseñarles los rincones donde yo jugaba cuando era como ellos, las rocas escalonadas, las cuevas. Y al volver de atardecida ver aparecer, poco a poco, la catedral por detrás de los pinos y escuchar la eterna pregunta: abuela ¿cuando vamos a subir al campanario?

Realmente, ahora que lo pienso no sé de qué me quejo.