Definitivamente este verano ha sido una engañifa; estamos terminando agosto y apenas hemos tenido una semana seguida de calor. Día tras día, el mapa del tiempo aparecía lleno de nubarrones y las temperaturas a duras penas llegaban a unos tibios veintitantos, salvo algún día suelto. Mientras tanto, el calendario ha ido corriendo y esta indecisión climatológica tiene el efecto de que las vacaciones no parezcan vacaciones y, sin comerlo ni beberlo, nos encontramos con que esto se acaba. Madrid apura las últimas boqueadas de relativa tranquilidad, todavía parece una ciudad en la que habita un número de personas con espacio suficiente para revolverse y no diez veces más, que son los que llegarán de aquí al domingo. Él tráfico está absurdamente fluido, en lugar del infernal colapso de siempre y la gente no sabe qué hacer con el tiempo que normalmente dedica a estar metido en el coche, jurando en arameo.
Por lo demás, reina una calma amenazante. Aunque ETA ha cometido un atentado y ha intentado otro, nadie ha echado la culpa a ZP, algo raro está pasando. Esto parece el duelo de los dos protagonistas de un western, cuando se miran a los ojos con la mano rozando la culata del revolver, sin que ninguno quiera ser el primero en sacarlo. El duelo está ahí mismo y los políticos saben que un error puede ser fatal; también saben que la memoria del electorado es frágil y el pasado importa muy poco, que todos los excesos de estos tres años y pico quedarán reducidos a unos recortes de prensa cubiertos de polvo en las hemerotecas. Además en estos días la muerte está chupando cámara y les roba el protagonismo. Paco Umbral se ha ido a hablar de su libro quién sabe a dónde, quién sabe con quién. Siempre me ha gustado este escritor inteligente e irónico, un poco perverso. Me gusta su estilo lacónico y directo, despojando al lenguaje de cualquier adorno superfluo; en cuanto a su persona y sus posiciones políticas no me gustan tanto, sobre todo porque hay demasiados umbrales en su biografía y demasiado oscuros. Emma Penella me resultaba simpática con su aspecto de maruja feliz, de madre de una esas familias muy numerosas en las que todo el mundo es bien recibido y nunca se sabe cuánta gente se va a sentar a la mesa. Y luego el estremecido estupor que deja este chico, Antonio Puerta, un futbolista que ha tenido que morir en el campo para que los no versados en el tema nos enteremos de que existía. Todavía no era una estrella del balón, todavía no había entrado en ese sórdido mercadeo, en esa trata de blancos y de negros en que se ha convertido el fútbol. Ya no le podrán vender. De todas formas la muerte individual, con nombre y apellidos, siempre es más lucida que la muerte colectiva y anónima que enterramos en la fosa común de una página del periódico.
El otro día me preguntaba una amiga por mis planes para el curso que empieza ahora y no tengo respuesta. No me apetece crearme obligaciones, más bien dimitir de las que tengo. Quiero dedicarme al dolce far niente, esta calma chicha me tiene desmotivada. Creo que me va la marcha.
Por lo demás, reina una calma amenazante. Aunque ETA ha cometido un atentado y ha intentado otro, nadie ha echado la culpa a ZP, algo raro está pasando. Esto parece el duelo de los dos protagonistas de un western, cuando se miran a los ojos con la mano rozando la culata del revolver, sin que ninguno quiera ser el primero en sacarlo. El duelo está ahí mismo y los políticos saben que un error puede ser fatal; también saben que la memoria del electorado es frágil y el pasado importa muy poco, que todos los excesos de estos tres años y pico quedarán reducidos a unos recortes de prensa cubiertos de polvo en las hemerotecas. Además en estos días la muerte está chupando cámara y les roba el protagonismo. Paco Umbral se ha ido a hablar de su libro quién sabe a dónde, quién sabe con quién. Siempre me ha gustado este escritor inteligente e irónico, un poco perverso. Me gusta su estilo lacónico y directo, despojando al lenguaje de cualquier adorno superfluo; en cuanto a su persona y sus posiciones políticas no me gustan tanto, sobre todo porque hay demasiados umbrales en su biografía y demasiado oscuros. Emma Penella me resultaba simpática con su aspecto de maruja feliz, de madre de una esas familias muy numerosas en las que todo el mundo es bien recibido y nunca se sabe cuánta gente se va a sentar a la mesa. Y luego el estremecido estupor que deja este chico, Antonio Puerta, un futbolista que ha tenido que morir en el campo para que los no versados en el tema nos enteremos de que existía. Todavía no era una estrella del balón, todavía no había entrado en ese sórdido mercadeo, en esa trata de blancos y de negros en que se ha convertido el fútbol. Ya no le podrán vender. De todas formas la muerte individual, con nombre y apellidos, siempre es más lucida que la muerte colectiva y anónima que enterramos en la fosa común de una página del periódico.
El otro día me preguntaba una amiga por mis planes para el curso que empieza ahora y no tengo respuesta. No me apetece crearme obligaciones, más bien dimitir de las que tengo. Quiero dedicarme al dolce far niente, esta calma chicha me tiene desmotivada. Creo que me va la marcha.