Me he puesto a escribir mientras se frien las patatas de la tortilla que intento hacer; es que tengo el apremiante deber de advertiros, antes de que saquéis las entradas, de que no vayáis a ver Caótica Ana, la última película de Julio Medem y destinéis los seis euros a mejor fin. Hasta ahora el cine de Medem -La ardilla roja, Lucía y el sexo, Los amantes del Círculo Polar, etc (no ví La pelota vasca)- siempre me había parecido dificilito y me dejaba la autoestima intelectual bastante deteriorada, con una cierta impresión de ser un poco cortita, de que mis meninges no alcanzaban a entender los profundos mensajes que encerraba. Con ésta en cambio, he llegado a la conclusión de que el director, o bien pertenece a una galaxia incomprensible para los humanos, o directamente nos toma el pelo. Mi interpretación, seguramente equivocada, se reduce a que la tal Ana es una chavalilla pintora, residual del movimiento hippy, que pretende pasar por la vida levitando, en plan feliciana, sin quererse enterar de lo que vale un peine. Pero no lo consigue porque se lo impide el personaje que interpreta una decrépita Charlotte Rampling, una oscura mujer que financia -no se sabe muy bien con qué intenciones- la supervivencia de un grupo de artistas jóvenes en una casa okupa y que se autodenomina "mecenas". Este extraño personaje obliga a la protagonista a someterse a sesiones de hipnosis que la trasladan a sus anteriores vidas, en las que siempre ha encarnado a mujeres horriblemente torturadas en el sentido físico y mental de la palabra. Así, nos mete en un recorrido psicológico con el que el director intenta generar polémica sobre cualquier tema, desde el conflicto saharaui, hasta el exterminio de las reservas indias americanas, pasando por un supuesto feminismo que se traduce en la progresista teoría de que las mujeres pueden salvar al mundo a través de la maternidad, engendrando hombres buenos, y con diálogos tan rompedores como "sólo seré tuya si estoy hipnotizada, despierta pertenezco a Saíd". Para terminar con una escena escatológica donde las haya, en la que la prota se alivia sobre la cara de un sosias de Donald Rumfseld -supongo que en un intento de simbolizar el NO A LA GUERRA- lo que provoca que la propine una brutal paliza, tras la que ella se queda paseando por las calles de Manhattan con una absurda sonrisa de felicidad y hecha un cristo. No sé cuál es la lectura que hay extraer aplicada a la violencia de género, quizá eso: que a pesar de que nos peguen, nosotras triunfaremos teniendo hijos sin parar. A todo esto, Charlotte Ramplig viste todo el rato un modelito de Dior con tacones de aguja, así transcurra la acción en las cuevas ibicencas, en el desierto del Sahara o en el Gran Cañón.
Si a pesar de este resúmen os apetece ir a verla, no os privéis y luego, por favor, comentarla en el blog. Estoy ansiosa por conocer vuestra visión de semejante bodrio. Yo, para desengrasar, ahora voy a ver cine de verdad; en la cuatro ponen La gran evasión, Steve Mc Queen, de dulce.
Salí del cine con una empanada mental de padre y muy señor mío y deseando apretarme una cerveza que me devolviera al mundo real, donde la gente bastante tiene con lo que tiene, como para andar explorando en sus anteriores vidas. Yo, sin ir más lejos, estoy tratando de decidir a qué voy a dedicar el tiempo libre esta temporada, entre las irresistibles propuestas que me ofrece la tele: no sé si coleccionar las piezas del reloj de cuco, de la casita de muñecas andaluza o del barco de Trafalgar.
Menos mal que al ir hacia el cine, me enteré de una noticia que compensa de tanta desgracia del mundo mundial. Acababa de salir del túnel de la M-30 y me disponía a enfilar la Cuesta de San Vicente, dirección Plaza de España, cuando escuché en la radio que una universidad americana ha realizado un estudio en profundidad sobre el comportamiento humano en los distintos tramos de edad. Y hete aquí que, tras arduas y sesudas investigaciones, los científicos han concluido que, contra lo que pudiera deducirse de un análisis apresurado, después de los cincuenta, ¡¡¡el sexo existe!!!. Los investigadores no daban crédito a su propio descubrimiento, tan absortos se han quedado que han necesitado confirmarlo con un sondeo a pie de calle entre los ciudadanos y ciudadanas de la tercera edad (sic), que demuestra que el setenta por ciento de las personas ancianas de entre cincuenta y cuatro y sesenta años (también sic), son sexualmente activas y se lo pasan da buten.
Y yo con estos pelos.