Cuando ayer se fueron Jesús y Sara con los niños, me atacó esa congoja extraña que se agarra a la garganta en las despedidas. Es una tontería pero me pasa todos los años. Despues de los besos y de decirles adios, tened cuidado, ¿han tomado las pastillas del mareo?, llamadme al llegar, vuelvo a subir a casa y me encuentro sus camas deshechas, las tazas con los restos de colacao, las galletas espachurradas y, en medio de ese caos, un silencio que no viene a cuento. Entonces me concedo un rato para asimilar el regreso a la soledad, me pongo un café, enciendo un pitillo y lloro un poco, sólo un poco, como por cumplir. Luego me entra el vértigo de la limpieza y el orden y me paso la mañana agarrada a la escoba, al trapo y a la fregona y poniendo lavadoras sin parar, porque estos chicos son estupendos pero lo del orden no es su fuerte. Paloma se dejó olvidado su gatito, así que lo metí en la lavadora con las sábanas y las toallas y lo tendí al sol colgado de las orejas. Que no cunda el pánico: es de peluche.
Por la tarde empezaban las fiestas y, también como todos los años, a las ocho en punto de la tarde Sigüenza enloqueció. Las campanas de la catedral y de todas las iglesias arremetieron al mismo tiempo un toque alegre, desordenado y caótico que envolvía el pueblo y los campos de alrededor, marcando el punto de partida al despiporre colectivo. Carrozas, charangas, disfraces, bailes, risas, en un ambiente que contagia al melancólico más recalcitrante. La noche anterior ya estaban allí, con su camisa de la peña y su pañuelo al cuello, Roger y Lynda, los americanos que cayeron aqui por casualidad en las fiestas de hace diez años y a partir de entonces vienen todos los sanroques desde California, como Hemingway a Pamplona. Los hijos de mi amiga francesa Marie Claire, que sólo habían estado en Sigüenza en estas fechas, se creían que en España todo el mundo caminaba dando saltitos y con los brazos en alto. A mí todo esto me da mucha pereza si lo pienso los días anteriores pero, cuando llega el momento, las charangas y los cohetes despiertan a la tía cachonda que llevo dentro, y no puedo evitar levantar los brazos y saltar de puntillas todo el rato, que acabo con unas agujetas en las pantorrillas de cuidado.
Así que me fui a ver la cabalgata para hacer fotos en plan turista, pero me contagié. Me pasó como a la monja que se asomaba a la ventana del asilo, que se tapaba la boca riéndose de la irreverencia de las carrozas, la muy picarona; yo creo que estaba loca por quitarse los hábitos y las tocas y quedarse en bolas debajo del cañón de espuma.
Por la noche, verbena en la Alameda, donde una chica muy joven y muy minifaldera y dos chicos igual de jóvenes pero sin minifalda, cantaban canciones de Tom Jones y de gente así de moderna y también pasodobles y hasta tangos. Y los más viejos del lugar se lo pasaban como enanos.
Yo volví a casa y cerré las ventanas. Tenía por dentro una extraña mezcla de excitación y angustia, vete a saber por qué. Esta mañana me han despertado los pepinazos que anuncian el encierro, he hecho las maletas y he vuelto a Madrid a encontrarme con la cruda realidad de los números rojos, el buzón lleno de facturas y la gardenia seca.