1. El siempre madrugaba, aunque fuera fiesta. Se despertaba temprano y era incapaz de remolonear en la cama, así que se levantó sin encender la luz y procurando no hacer ruido; escuchaba la respiración de ella, acompasada y un poco ronca -se enfadaba si a eso le llamaba roncar- y no quería molestarla. Ella, percibió sus movimientos confusamente, pero no le evitó tanto cuidado; fingió dormir a pierna suelta por no entablar conversación, con la esperanza de que, ahora sí, conseguiría caer en un sueño largo, intenso, profundo. Era el gran placer de los sábados y los domingos: dormir sin despertador, sin hora, hasta que el apetito y la promesa del café y las tostadas fueran más fuertes que la pereza y la devolvieran a la posición vertical. Cuando él salió de la habitación y cerró la puerta muy despacio, todo su cuerpo se agrandó y ocupó el colchón entero, boca abajo, una pierna estirada, la otra encogida, un brazo por debajo de la almohada, el otro por encima. Antes de cerrar los ojos vió las ocho y siete minutos en el reloj digital del aparato de música y se preguntó qué era lo que les pasaba, por qué esa noche tampoco; minuto y medio más tarde dormía profundamente.
El, en el salón, jugueteaba con el ordenador, grababa música, ordenaba sus películas, sus cosas. Sintió un tintineo sobre la mesa de cristal, como si una moneda golpeara, cling, cling, cling. Miró a su alrededor pero no vió nada especial y siguió a lo suyo. Unos segundos después el ruidito se repitió, al mismo tiempo que el sofá se tambaleaba de atrás a delante. Fueron unos segundos nada más pero puso la radio y estaban hablando del terremoto, cinco coma uno en la escala de Ritcher.
Ella, entre sueños, sintió que la cama se movía. Un temblor breve y pedregoso por debajo de un ruido sordo. Lo supo. Supo que era un terremoto pero se dió la vuelta, abrazó a la almohada y siguió durmiendo. En una fracción de segundo le dió tiempo a pensar que, ante lo inevitable, sería inútil levantarse, correr o gritar. Que si había llegado su hora, eran un momento y un lugar tan buenos como cualquier otro y mejores que muchos. Todavía durmió media hora más hasta que la reclamaron el café y las tostadas.
2. Hacía dos meses que un terremoto había trastocado toda su vida. Una vida que ella consideraba feliz, sin entrar en detalles. Y no quería entrar en detalles porque los detalles le daban miedo. Porque quería creerse la novela rosa, seguir considerándose feliz y los detalles estaban llenos de carencias.
Primero fue una brisa que le despeinaba la melena y le levantaba las faldas del alma. Luego un relámpago que la hizo reir mucho, con una risa que nacía en un lugar lejano de su adolescencia y la invadía entera. Una risa que ya no recordaba.
Más tarde una lluvia lenta de gotas gordas, persistentes y cálidas, que le mojaban la rutina; que le iban empapando poco a poco la cotidianeidad; trató de recogerlas, pasar la bayeta pero seguían cayendo y cayendo hasta que la gotera manchó las paredes de su casa.
Y por fin el temblor, que abrió una grieta en medio del salón y de la cocina; que rompió el televisor, apagó las luces y partió la cama en dos mitades.
Se miraron desde las dos orillas de esa grieta. Te quiero mucho, dijo ella antes de saltar, siempre te voy a querer mucho. No dijo sólo te quero, dijo te quiero mucho y ese adverbio de cantidad cambiaba por completo el sentido de la frase. Entonces saltó, se hundió en aquel desconocido abismo de promesas. El terremoto alcanzó el siete en la escala de Richter.
3. A él el terremoto le pilló desprevenido. Vivía, sin hacerse preguntas, en un espacio algodonoso y cálido, donde la costumbre era dulce y blandita como una pastilla de café con leche. Desde su refugio miraba el mundo a través de los ojos de ella, eternamente asombrados, eternamente preguntones. No se dió cuenta de la gotera que manchaba las paredes, ni sintió al abrazarla el frío enroscado en su cintura. Su cuerpo seguía siendo igual de suave e igual de rotundo, mujer y niña a la vez; y nunca la oyó llorar bajito dándole la espalda.
Nunca contempló un futuro sin ella ni recordaba un pasado en el que ella no existía, como si los dos formaran un único bloque, una única escultura tallada en la misma piedra. Por eso no entendió que aquella risa que la invadía entera, venía de otro sitio.
Ahora su casa se había desplomado de repente. Y él llevaba dos meses gritando debajo de los escombros, sin saber que aún estaba vivo.
El sismógrafo se acercaba al diez.
El, en el salón, jugueteaba con el ordenador, grababa música, ordenaba sus películas, sus cosas. Sintió un tintineo sobre la mesa de cristal, como si una moneda golpeara, cling, cling, cling. Miró a su alrededor pero no vió nada especial y siguió a lo suyo. Unos segundos después el ruidito se repitió, al mismo tiempo que el sofá se tambaleaba de atrás a delante. Fueron unos segundos nada más pero puso la radio y estaban hablando del terremoto, cinco coma uno en la escala de Ritcher.
Ella, entre sueños, sintió que la cama se movía. Un temblor breve y pedregoso por debajo de un ruido sordo. Lo supo. Supo que era un terremoto pero se dió la vuelta, abrazó a la almohada y siguió durmiendo. En una fracción de segundo le dió tiempo a pensar que, ante lo inevitable, sería inútil levantarse, correr o gritar. Que si había llegado su hora, eran un momento y un lugar tan buenos como cualquier otro y mejores que muchos. Todavía durmió media hora más hasta que la reclamaron el café y las tostadas.
2. Hacía dos meses que un terremoto había trastocado toda su vida. Una vida que ella consideraba feliz, sin entrar en detalles. Y no quería entrar en detalles porque los detalles le daban miedo. Porque quería creerse la novela rosa, seguir considerándose feliz y los detalles estaban llenos de carencias.
Primero fue una brisa que le despeinaba la melena y le levantaba las faldas del alma. Luego un relámpago que la hizo reir mucho, con una risa que nacía en un lugar lejano de su adolescencia y la invadía entera. Una risa que ya no recordaba.
Más tarde una lluvia lenta de gotas gordas, persistentes y cálidas, que le mojaban la rutina; que le iban empapando poco a poco la cotidianeidad; trató de recogerlas, pasar la bayeta pero seguían cayendo y cayendo hasta que la gotera manchó las paredes de su casa.
Y por fin el temblor, que abrió una grieta en medio del salón y de la cocina; que rompió el televisor, apagó las luces y partió la cama en dos mitades.
Se miraron desde las dos orillas de esa grieta. Te quiero mucho, dijo ella antes de saltar, siempre te voy a querer mucho. No dijo sólo te quero, dijo te quiero mucho y ese adverbio de cantidad cambiaba por completo el sentido de la frase. Entonces saltó, se hundió en aquel desconocido abismo de promesas. El terremoto alcanzó el siete en la escala de Richter.
3. A él el terremoto le pilló desprevenido. Vivía, sin hacerse preguntas, en un espacio algodonoso y cálido, donde la costumbre era dulce y blandita como una pastilla de café con leche. Desde su refugio miraba el mundo a través de los ojos de ella, eternamente asombrados, eternamente preguntones. No se dió cuenta de la gotera que manchaba las paredes, ni sintió al abrazarla el frío enroscado en su cintura. Su cuerpo seguía siendo igual de suave e igual de rotundo, mujer y niña a la vez; y nunca la oyó llorar bajito dándole la espalda.
Nunca contempló un futuro sin ella ni recordaba un pasado en el que ella no existía, como si los dos formaran un único bloque, una única escultura tallada en la misma piedra. Por eso no entendió que aquella risa que la invadía entera, venía de otro sitio.
Ahora su casa se había desplomado de repente. Y él llevaba dos meses gritando debajo de los escombros, sin saber que aún estaba vivo.
El sismógrafo se acercaba al diez.