martes, 9 de marzo de 2010

EL BASTÓN

Hay quien mantiene que la edad no está en el cuerpo sino en el espíritu; que no pesan los años, pesan los kilos, decía un slogan publicitario de algún producto supuestamente adelgazante. Esas cosas se dicen por ahí, sin embargo tengo para mí que es fácil hacer ese tipo de afirmaciones cuando se tiene una salud aceptable y una autonomía suficiente para no depender de nadie, al menos en lo básico. Pero cuando uno no puede caminar si no es agarrado del brazo de alguien y, aun así, arrastrando los pies; cuando apenas ve con las gafas de lejos ni con las de cerca, cuando sólo puede comer purés o papillas porque la dentadura propia o la postiza no dan para más; cuando el cuerpo es un fardo de dolor ¿qué espíritu ni qué espíritu? Frases hechas que no significan nada. Lo cierto es que somos cuerpo y espíritu, o cuerpo y mente o cuerpo y alma, como queramos llamar a esa parte de nosotros que encierra el raciocinio. Pero el cuerpo cuenta, ya lo creo que cuenta. Hasta el punto de que la mente, el pensamiento, los intereses personales, están condicionados por el cuerpo. Y no sólo en lo que se refiere a la estética, que ya jode el descolgamiento general, la pérdida de la cintura, del brillo de la mirada, de la sensualidad de la boca, esos surcos que nacen en las aletas de la nariz y en las comisuras dibujando en el rostro la máscara triste del teatro; el código de barras en el labio superior, las patas de gallo que castigan la risa y la esclavitud del tinte para disfrazar la transformación de una brillante melena en un gorro de algodón; todo eso se podría soportar -con el consiguiente cabreo, claro- si por lo menos a uno no le doliera nada y sus facultades básicas mantuvieran un rendimiento admisible. Pero cuando a uno le falla todo, poco a poco se va metiendo dentro de sí mismo, pierde el interés por lo que le rodea y se dedica a mirarse el ombligo, a observar el avance de su deterioro y a compadecerse.

En esto de la aceptación o el rechazo de la vejez hay distintas posturas. Hay quien se lo toma como un proceso natural y lo asume con resignación, incluso dando gracias al cielo por haber llegado a ella, y hay quien se hunde en un abismo de soledad considerándose una víctima del destino. Estos casos son muy difíciles de manejar por los allegados porque no sirve ninguna palabra de consuelo, fracasa cualquier intento de ayuda; si uno trata de quitar importancia, malo -cómo a tí no te pasa... Si procura animar al anciano a que venza la tendencia a la inactividad, a que se mueva un poco, peor -no te das cuenta de que no puedo, no lo entiendes. Si uno busca soluciones de asistencia domiciliaria, tampoco sirve, sólo se valoran los inconvenientes. Y si uno ya se rinde y pasa, para qué queremos más. Hablo de personas ancianas lúcidas e inteligentes, que mantienen la voluntad intacta, con poderío, y se niegan a aceptar esa segunda niñez y delegar en la gente que les quiere. El bastón no es solo para apoyarse, es también un bastón de mando.

Luego hay otros casos, que no sé si son peores o mejores. Yo creo que preferiría -preferiré a no mucho tardar- ser consciente de mi situación y manejar el bastón a perderme en los vericuetos de la memoria; a que mi mente se hunda en la nube silenciosa y negra de la incapacidad de raciocinio. Pero eso no se elige y, en cualquier caso, no me gusta ninguna de las dos opciones. Así que voy a seguir fumando.