Hay pocas cuestiones que me molesten más que la eterna polémica entre hombres y mujeres. No soporto esos chistes machistas, de humor cateto y nula gracia, que a los únicos que ofenden es a los hombres, transmitiendo una imagen del género masculino casposa y troglodita que, afortunadamente, cada vez se corresponde menos con la realidad. Pero es que tampoco aguanto lo contrario, los supuestos chistes feministas que muestran al hombre como un idiota microcéfalo que se pasa la vida midiéndose los genitales.
Con motivo del 8 de marzo, me han inundado el correo de presentaciones de Power Point, a cual más cursi y casi siempre acompañadas de una música dulzona y soporífera, alardeando de las infinitas virtudes que nos adornan. Desde la fortaleza a la diligencia pasando por la facultad de multiplicar los panes y los peces cada día y de convertir unas cortinas viejas en un modelazo. Desde la tan traÍda y llevada intuición femenina -que no deja de ser un modo machista de llamar a la inteligencia cuando se refiere a una mujer- a una presunta sensibilidad que casi se confunde con la sensiblería. Estas artísticas cadenas de imágenes presentan, por un lado, un modelo de mujer que anda por ahí levitando y dando saltos entre nubes y, por otro, ahondan, con un empeño digno de mejor causa, en los tópicos más caducos que siempre han ido unidos a nuestro sexo. En la capacidad de entrega que no escatima padecimientos, en el amor unidireccional en el que, como en la letra de una copla, ella pone toda su carne en el asador sin esperar nada a cambio y que, por supuesto, es eterno e irremplazable.
Esa catalogación de las mujeres a un lado y los hombres a otro me parece estéril y, sobre todo, trasnochada. Creo que atribuir a las mujeres, por el mero hecho de serlo, ciertas facultades y negárselas a los hombres por idéntica razón, es caer en el mismo error contra el que luchamos. No sé qué opinarán de esta teoría mis amigas con larga trayectoria en la lucha feminista y mucho más versadas que yo en el tema, pero estoy dispuesta a rectificar si me demuestran científicamente que las emociones tienen algo que ver con los estrógenos y que la testosterona paraliza la sensibilidad. En ese caso, no tendría más remedio que compadecer a los hombres por las limitaciones que les supone el peso que tienen que soportar entre sus piernas. Pero mientras eso no llegue seguiré pensando que somos igual de capaces -o de incapaces- de sentir o de pensar y que, en lo tocante a los sentimientos y a la inteligencia, no hay que hacer diferencias entre sexos sino entre personas.
Otra cosa es que durante siglos la cuestión cultural haya grabado a fuego ciertas características de unos y de otras, tanto que ya casi forman parte de la masa de la carne. Ciertos roles sociales que encima van unidos, mucho más en unos que en otras, a unos privilegios a los que es difícil renunciar.
Sin embargo, el día que vosotros y nosotras aprendamos a ser emocional e intelectualmente idénticos y a mirarnos a la cara en igualdad de condiciones, disfrutaremos mucho más de nuestras diferencias.
Con motivo del 8 de marzo, me han inundado el correo de presentaciones de Power Point, a cual más cursi y casi siempre acompañadas de una música dulzona y soporífera, alardeando de las infinitas virtudes que nos adornan. Desde la fortaleza a la diligencia pasando por la facultad de multiplicar los panes y los peces cada día y de convertir unas cortinas viejas en un modelazo. Desde la tan traÍda y llevada intuición femenina -que no deja de ser un modo machista de llamar a la inteligencia cuando se refiere a una mujer- a una presunta sensibilidad que casi se confunde con la sensiblería. Estas artísticas cadenas de imágenes presentan, por un lado, un modelo de mujer que anda por ahí levitando y dando saltos entre nubes y, por otro, ahondan, con un empeño digno de mejor causa, en los tópicos más caducos que siempre han ido unidos a nuestro sexo. En la capacidad de entrega que no escatima padecimientos, en el amor unidireccional en el que, como en la letra de una copla, ella pone toda su carne en el asador sin esperar nada a cambio y que, por supuesto, es eterno e irremplazable.
Esa catalogación de las mujeres a un lado y los hombres a otro me parece estéril y, sobre todo, trasnochada. Creo que atribuir a las mujeres, por el mero hecho de serlo, ciertas facultades y negárselas a los hombres por idéntica razón, es caer en el mismo error contra el que luchamos. No sé qué opinarán de esta teoría mis amigas con larga trayectoria en la lucha feminista y mucho más versadas que yo en el tema, pero estoy dispuesta a rectificar si me demuestran científicamente que las emociones tienen algo que ver con los estrógenos y que la testosterona paraliza la sensibilidad. En ese caso, no tendría más remedio que compadecer a los hombres por las limitaciones que les supone el peso que tienen que soportar entre sus piernas. Pero mientras eso no llegue seguiré pensando que somos igual de capaces -o de incapaces- de sentir o de pensar y que, en lo tocante a los sentimientos y a la inteligencia, no hay que hacer diferencias entre sexos sino entre personas.
Otra cosa es que durante siglos la cuestión cultural haya grabado a fuego ciertas características de unos y de otras, tanto que ya casi forman parte de la masa de la carne. Ciertos roles sociales que encima van unidos, mucho más en unos que en otras, a unos privilegios a los que es difícil renunciar.
Sin embargo, el día que vosotros y nosotras aprendamos a ser emocional e intelectualmente idénticos y a mirarnos a la cara en igualdad de condiciones, disfrutaremos mucho más de nuestras diferencias.