Nos fuimos a Cuenca un poco huyendo de la quema y otro poco para comprobar que, a pesar de todo, hay gente que quiere disfrutar de la primavera que se asoma, pasar un día lejos de todas las banderas, hacer las fotos más tópicas y comprarse recuerdos absurdos. Paloma nos dijo que estos objetos se llaman "pongos" -esto ¿dónde lo pongo?- Arturo, que hace colección de pongos, se compró una botella de resolí con la forma de las Casas Colgadas. Ya tiene dos calaveras y un torero; le falta la gitana, pero todo se andará.
Y sí, el aparcamiento de la Ciudad Encantada estaba atestado de coches. Las piedras continuaban manteniendo un equilibrio inverosímil, resistiendo los envites de todos los vientos. Comimos, ni bien ni mal, en un restaurante vulgar y a la vuelta paramos en el Ventano del Diablo. Desde una altura infinita se contemplan las Hoces del río Cuervo, un lugar ideal para arrojar los malos sentimientos y que se estrellen contra tanta belleza.
Las Casas Colgadas, quizá un poco cansadas de posar durante siglos, mantenían el tipo con una cierta altivez recortándose contra un cielo limpísimo. Ignacio se mareó sobre el puente de hierro y eso que los cubatas vinieron luego.
Callejeamos por el casco viejo y en una plazuela un gitano arrancaba a una guitarra algo que quería ser flamenco, mientras otro daba unos torpes taconeos. Alguien dijo que eran los famosos fandangos de Cuenca.
Después de unas copas, volvimos a Madrid. La fachada de la Catedral parecía un decorado de cartón piedra con el cielo negro asomado a sus ojivas vacías.
Una hermosa luna llena nos dijo adiós. Era un chorro de esperanza entre tanta negrura.