
Evidentemente ahora es Ana la que concentra toda mi atención. Una atención puramente testimonial y teórica, porque poco puedo hacer yo para que las cosas transcurran felizmente. Lo cierto es que tengo todo el día una especie de angustia depositada en algún lugar inespecífico de por dentro.
Cuando mantenemos el control de nuestras vidas y, con más o menos esfuerzo, podemos encauzar el día a día sin que se nos desmande demasiado, el resultado es gratificante y lo más parecido a eso que llamamos felicidad. Pero la vida a veces tira por la calle de en medio sin preguntar y toma rumbos sinuosos en los que estamos a merced de los elementos. Irrumpe el dolor, la enfermedad, la muerte y nos quedamos inermes, desprotegidos ante lo irremediable. Los que me conocéis sabéis que estos monstruos incontrolables han sido determinantes para mí, dejando en mis manos una parte muy pequeñita de mi vida. Y por más que haya querido evitar a mis hijos daños colaterales, también han llevado lo suyo -quizá Ana especialmente- y ya les toca ser felices.
Soy de natural optimista y normalmente no me agobio con futuribles ni con desgracias venideras. Trato de vivir el presente y de afrontar las cosas cuando lleguen, si llegan. Pero ahora tengo miedo. De repente he tomado conciencia de lo frágil que es la felicidad. Esa felicidad pequeña y doméstica que huele a café recién hecho y a sábanas limpias. A problemas compartidos, a discusiones tontas, a reconciliaciones, a tienes los pies fríos. A proyectos de a dos, a hipoteca, a domingos tranquilos. A cansancio, a dormirse en la tele, a un beso en la puerta -hasta luego, cariño- A cómo has pasado el día, a estoy hasta los mismísimos. A te quiero.
Ahora vienen Jaime y Carmen a completar todo eso. Son unos privilegiados, vienen a un entorno favorable, fabricado con amor, la mejor materia prima.
Ojalá que ocupen sus cunitas sin sobresaltos. Ojalá que los monstruos incontrolables nunca les amenacen.